Sucede que la letra se construye como
retrato, foto fija de una rosa. La rosa estriba
en su cordura, crece sobre la fiabilidad de
su existencia, una hermosura sin tropiezos.
Así, las palabras escogen su modelo verbal y
su acompañamiento, su verdadera música;
las palabras son interrogantes, formas de
vida, formas. La forma es sustancial, tan grave
como parece, es la que absorbe el hierro de
la primera mirada, la que recibe a las visitas
con sus mejores galas y aquel ojo morado que
no ha tenido tiempo de sanar.
La letra vierte su contenido amniótico en la
conciencia del papel. Es que el papel no es forma,
no hay forma de concienciarlo tampoco. El
papel a su aire, con su pan se lo coma;
su esfuerzo por acoger el sentido, verificar
la respuesta más consecuente, administrar el espacio.
Se produce una suerte de maternidad
sobrevenida, no deseada, por impulso e imprevista;
el blanco trasluce una situación adversa,
acaba médium, comprime y luego deja
que se vayan soltando los encajes, que el
sonido vaya componiendo un melodrama para la euforia.
El papel sabotea creaciones y fracasa en su
lectura, no se lee, se ojea mentalmente,
memoriza un par de rótulos sangrantes y
bascula hacia la máxima función del signo, o su opresión.
Muchos significados que se superponen podrían
ser objeto de una síntesis cordial. A fin de cuentas,
de eso trata el poema. Cuando cuenta una historia
es que se estira hasta la elegancia,
fomenta el tráfico de enseres, las vacaciones
bien remuneradas, los viajes al fondo de cualquier espejo.
Todo intercambiable, incluso el diálogo
puesto en la monotonía, esa tesitura agria como un hueso roto.
La forma es sustituida por el color paciente
de una película muda. Ocurre que los actores se repiten
algo, fruncen el ceño al unísono, sonríen en
comanda y llenan la pantalla de olvido.
Solo un prefacio. El poema es el prólogo de
aquello que acaso pudiera llegar a decirse alguna vez,
la introducción a lo nunca escrito. Relevante
más por lo que oculta que por lo que cede a mostrar,
las palabras lo recorren casi sin movimiento
real, envueltas en un feo sudario de ruido,
premura y ansiedad. El poema es un caso
prematuro, un ser desfigurado que lloriquea en falsete.
Tómese un arte de piedra y golpéese bastante con
él en el poema: pronto surgirá un invento, el Poemario,
preludio de la Obra. He ahí la prueba de su
iniquidad, la manifestación de su escasa raigambre nominal.
El poema, pues, no es fuente de conocimiento,
sino de artesanía y malabares juntos (oh, estilo
tightrope),
como si le fuese ajena la impronta cultural,
por más que se travista su elocuente discurso
de profundidad inmensa. Ya saben, el poema es
jamás. Quien afirme lo contrario, yerra,
aspira a una relación distinta -nube única-,
la conclusión original o el sano epílogo
que no pueden volver a imaginarse. La musa es
un registro desclasado que musita lagunas insufribles,
huecos del tamaño de un eclipse, nada que
atender. La poesía es carne para el postre.
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