miércoles, 23 de abril de 2014

el despertar del ángel


Azealia despertó y bajo la almohada encontró el poema. Examinó la palabra
escrita, almohada, la pronunció diez veces, deletreando las ultimas con gran delectación,
hasta que dejó de significar descanso y pasó a sonsacarse otras atribuciones léxicas,
una semántica oculta afloró de repente entre las letras timbradas.
La palabra nadaba contra corriente en el poema;
diversas evocaciones se abrían paso en su mente con diferentes grados de dificultad;
la primera tenía que ver con su infancia, pero no había ratoncitos españoles en su palacio
de la calle ciento diecinueve, ni las hadas solían trasponer la frontera del parque
de no ser por una buena y magnífica razón.

El  poema era largo y presentaba la levedad engañosa de los diarios.
Decidida a averiguar el tenor de la pieza, Azealia comenzó a leer por el principio
que no era exactamente el érase del cuento, sino que ya remitía a los autos judiciales,
pues decía: y en la ciudad a tantos de otros tantos de dos mil y tantos,
lo que llenó a la princesa de estupor, temiendo ser acusada de algún delito imprescriptible
relacionado con sus aspiraciones al trono de Brooklyn, infundio que circulaba
con insistencia por las redes fractales y algunas cloacas bien comunicadas
de las instituciones públicas.

 
pero Azealia no pensó en el poeta...

Llegando a la segunda página, el verso se hizo más monótono que claro
y el corazón de Azealia dio un respingo ante la aparición bastante milagrosa del primer beso.
Como quien no parece interesarse por asunto semejante, aunque palpita y sufre en secreto,
es decir, de mala gana, pero con el corazón en un puño, la princesa comprendió el alcance
demasiado valiente de las metáforas limpias que cortaban el aire
y procedió a ventilar el cuarto abriendo las ventanas de par en par para que entrasen
jilgueros y otros pajarillos deliciosos de su comitiva,  volantes de la corte que se hallaban
armados de pertinaces trinos de intención política, aficionados a la novela negra
de altos vuelos. Y así departió cortésmente con ellos acerca de la pertinencia
de las aliteraciones, así como de ciertas consonancias estridentes que se iba encontrando,
mas mantuvo en silencio y a resguardo el bello centro de sus investigaciones literarias,
el contacto en la primera fase del labio con el labio, breve y tan conciso (y tan excepto).

La nitidez volvió al poema con un redoble calificativo y Azealia se quejó de la poca acción
verbal que supuraba el texto, añorando una aproximación constante, quizá un roce sísmico,
algo salvaje pero tímido, avergonzado de su audacia explicativa y su opacidad formal,
un baile para iniciados, el vals infinitivo o el contraste infinito, la pelea de opuestos
que termina con un abrazo lejano y sin embargo cálido como una declaración
de patente fundamento melancólico.

Oh, la acedia, la depresiva misión de las estrofas siguientes, sumieron a la princesa
en un estado inocente vecino de la desesperación y el llanto torrencial. La hermosa Azealia
sofocó un gemido y convocó a su espejo triste a la habitación, que se había crecido
con el tiempo. Su imagen sonrió consciente de su encanto enrevesado y continuó con la lectura
mientras ella dormía agotada tras su ímprobo esfuerzo reflexivo.

El beso  pellizcaba su pacífico sueño succionando con ansia el cuello torneado,
acariciando los hombros en equilibrio, el culminante nacimiento del pecho. Era pura nostalgia
dividida en cuartos oscuros de memoria lo que anegaba su espíritu, pura información reservada al olvido.

Entonces, Azealia despertó y encontró bajo su almohada este poema.


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