A uno es que le duele y se abstrae. A no ser
que ande revolcándose
en la penumbra de una habitación enorme como
el infierno. El infierno es la vastedad
de un lugar intermedio entre la realidad del
mundo y la incomparable realidad de la muerte.
En el infierno no hay razón de ser. Ahí que
estamos todos.
A uno es que le duele y se recuerda la nariz
de la infancia, tan sangrante. Las primeras hostias
sin consagrar, la primera vergüenza
insoportable. El pan y el vino y ese recreo
para la fatiga y el miedo. Las piedrecillas,
todo en grava, grave, silbando su memoria.
A uno le revienta y se revienta. Reinventa un
ciclo más asequible, como que se anima
o se da golpes en el pecho. La virtud es
natural que se vaya perdiendo a marchas forzadas,
a toque de oración. En el agua hay otra
historia que no se sabe bien, el agua que debilita el sueño.
Y la niñez es un cráter que anula el paleteo
y desmiente el oficio. Todos enterradores de algo.
A uno que le da por enterrar un sueño. Ah,
pisar los dedos sucios de la esperanza que se aferran
al cielo. Tanta sangre es la verdad. En el
infierno no hay sangre, no se sangra ni se grita
la infancia, solo existe el olvido. La
soledad que siempre ha estado ahí.
A uno es que le cansa el furor de su familia,
su vida entregada y fanática. Y desea
una pequeña muerte cotidiana y falsa, un
entierro distante con sus comodidades
y su hoyo. Esa profundidad que acecha en la
literatura y no se encuentra en la conversación
absurda ni en la homilía narcótica, ni
siquiera en el juego deprimente
que busca un perdedor antes de tiempo.
A uno es que le funde la nostalgia, le
confunden los términos del pacto. Este diablo
es un corredor de apuestas. La banca pierde
solo cuando ya no importa. Se puede prosperar
sin necesidad de cometer demasiados crímenes.
Los cadáveres no cuentan a la hora
de repartir las ganancias. El dinero siempre
cura las heridas; tampoco las que salen por amor.
A uno se le va la fuerza por la boca, como el
primer amor.
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