Pues escribir un poema es pagar un precio por no se sabe qué...
Tener el nombre es abracadabrante. Es tener
la contraseña.
Cuando menos. Algo evangélico, algo cobrante.
Es la elucubración consentida,
un llamativo, es, por tanto, para hacer
apostolado y conseguir adeptos.
Tener un nombre es indispensable para fundar
una religión o instaurarse un amor.
Antes hubo otros nombres terminantes,
flagrantes, sorprendidos in fraganti
y en el acto de ser honrados, renombrados,
solicitados a voces. Llamados al estrado
poético de muchas formas dulces, nunca en la
picota, más encumbrados al límite
de sus fuerzas, hasta la eyección de sus
facultades, exprimiendo sus dotes
que eran tantas por sus reminiscencias y todo
aquello que evocaban de repente.
Cualquier absurdo nombre enseguida se
revierte y acaba en un diminutivo o un apodo,
un nombre falso se dice ¡tierra trágame!, es
lo suficientemente confuso, casi se apellida,
casi anónimo como una gran novela antigua,
casi grafiteado por ahí firmado en sánscrito.
Antes fue Rosario que era un torrente, pero
no de voz. Rosario era una sólida presencia,
una piel enorme en la pantalla, un lenguaje
veloz; sus piernas eran
kilómetros de celuloide infatigable, sus
labios un misterio sin guión. Su nombre era un letrero
gigantesco en las colinas de Los Ángeles a la
vez que un anuncio luminoso en Broadway;
la intervención genuina en el show de más
audiencia:
el prime
time de Janelle multiplicado por tres.
Y Rama era un invento demasiado sencillo para
cotizar fuera del barrio y sus escaparates, fuera del parque,
lejos de las zarpas y las fauces de la
tempestad. Rama existía en función de la bestia suelta
que desataba pasiones como atracaba bancos a
mano armada hasta los dientes. Era demasiado perfecta
para ser una princesa creíble, no era cómodo
imaginársela recorriendo ella sola los pasillos
de palacio, ni en una recepción rodeada de
damas invencibles.
En cambio, Janelle pudo ser mágica, con su
peinado al rock tan irreverente, tan limpio,
y ese cutis poderosamente inmaculado. Janelle
era la artista, la madre del ballet, el robot emocional.
Un ser abrumador nacido para extraer el
triunfo como el oro de la mina;
oh, su férrea voluntad, sus pies
mentalizados, deslizantes, sus zapatos
de diva en blanco y negro, su raza única, su
única potencia solo suya elevada al secreto.
Y sin embargo su nombre restaba dramatismo al
cuadro, se notaba un nombre redondo, un nombre artístico
que no fluía en el cuento, se atascaba un
poco, y hasta a la bruja le costaba pronunciarlo,
en exceso apegado a la realidad.
Y es que tener un nombre acreditado
-¡albricias!- es tener un tesoro a pleno sol. Es un puñetazo
en el pecho del alma, que ya puede quejarse
con bastante pretexto y señalar
un culpable de su anhelo, de su fiebre y su
termómetro desencajado, su mercurio galopante;
el nombre es la razón crítica, la primera
piedra del complejo residencial, del aeropuerto
menguante, el primer paso del bebé, el primer
beso de quién.
Por eso es tan prudente escatimarlo,
reservárselo como en un bolsillo interior
cerca del corazón; así es como irlo modelando
a golpe de latido, irlo empapando en sangre,
que se beba la sangre, que aprenda el ritmo.
A veces resulta frustrante tener un bonito nombre
en la punta de la lengua y carecer de voz y
de carácter para escribirlo, por ejemplo, en este verso.
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