Fue una irrupción, una expresión, un aire.
Fue una visión, un caso, un acertijo. A
bocanadas de arte, abecedarios de arte. El caso
era que algo se parecía a un crimen sin castigo.
Algo que citaba a la literatura, a secas.
La cita podía ser un verso sedicioso. La
cuestión era saber el qué.
Pudo ser una diosa. Nadie habría dicho que no
existen. Viéndola pasar por dentro del escaparate,
vaya por delante. El colorín, siempre alerta,
ejecutaba un trino violento (siempre que no fuese un canario)
lo que es un giro de violentos grados que
vuelve la cabeza del revés.
Y hasta el parterre adolecía de su tierra
barata.
Los detectives menos indicados qué
averiguarían. A quién preguntarían sino al vecindario.
Y el vecindario no contesta. Pero sabe. Hay
una ley del silencio ciudadano, una solidaridad perseverante,
una hermandad peninsular en el desmán, el
pillaje y otras prácticas ilícitas.
La policía no es bien recibida según y dónde (en
ningún sitio).
Luego pudo ser un ángel, porque pasó volando.
Dejó un rastro de pétalos, quizás como un rastro de otoño,
no una huella invernal. Tal vez dejara un
rastro de luciérnagas, un ni siquiera de sonadas sombras
Sus alas, bien es cierto, manejaban el tiempo
(por no decir que vibraban al azar),
eran redes, membranas paralelas que sujetaban
una realidad inexplicable.
Por unanimidad salió elegida una chica del
barrio bastante omnipotente.
Los que no la habían visto fueron sus más
entusiastas valedores. La clerecía en masa
trató de asimilarla a una talla muy antigua.
Los sacerdotes la querían virgen.
Querían su belleza inmaculada. Que se llamase
María.
Ah, pero no pasaban por ahí los hombres del
renacimiento, no por ese nombre ínfimo.
No por la mutilación del nombre igbo largo y
reluciente, sistemáticamente recortable
en términos de confianza. O el vertiginoso
nombre caribeño, reñido con la pila bautismal.
Pudo, según el poeta que la oyó descender de
su púlpito celeste, ser una estrella
anonadada, una tan pequeña como un segundo
luz, la segunda estrella más pequeña del mundo,
tan hermosa que habría, sin duda, merecido un
reino contrastable, un acuífero o un pozo de petróleo.
Oh, el astro de probada magnitud; el premio
de Janelle.
Pero fue una excepción, una ilusión, un pase.
Fue como el arte que se infiltra y duele. A
pinceladas, a puñetazos de color. Sin miedo.
Como la música que se convierte en la parte
más honda del futuro. Algo que viene a ver,
algo que avanza en medio de la oscuridad. Y
trae su aroma.
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