Azealia discutía un verso. Así con la
potencia de su nombre, la indumentaria de su nombre,
el código. Discutía el verso con los
filólogos empedernidos, el verso -qué verso-, con los expertos
capaces de la hermenéutica y la concreción.
El verso que no era de amor tal vez, pero que siempre era
un verso enamorado. Era un verso de amor de
varias sílabas con acentos y licencias que se tomaba
siempre sin pedir permiso. Las sílabas tenían
su razón en aquel rap de la calle que sonaba despacio.
El acento brillaba durante una momentánea
eternidad como una supernova desmedida
y volvía a caer en el silencio sobre la singularidad de su significado. El verso contaba algo más que silencio,
se tomaba ciertas libertades para rimar sus
ángulos, alargaba innecesariamente su cabellera semántica,
llevaba la sintaxis al revés como un jersey a rayas. Ah, y el poeta se reía de las complicaciones,
los encabalgamientos y las asonancias
criminales, tantos defectos, tan a la vista, tan al oído público,
esa longitud, ese tamaño difícil de recitar, difícil
de leer, imposible de memorizar con todos sus renglones.
El verso estaba escrito en un papel
secundario. Se ensordecía como un muro. El verso tragaba sables,
carros y carretas, era un faquir, extendido
su cuerpo entre dos líneas paralelas. Ejercitando el eco
según la norma, superada la frontera de
Navidson. Azealia se retocaba el maquillaje de una palabra
mansa, letra por letra, deteniéndose un rato en
las vocales más amortizadas, delineando el perfil
mohoso de un consonante líquida, modificando
los términos de todo acuerdo verbal.
con el ímpetu exacto. La mañana sonaba al
borde, solo vértigo y cromo. Sin frases que proteger
entre signos enfáticos; el fraseo seguro de
una guitarra modulada. Un precipicio poco profundo
como para tirarse de cabeza. El verso era su
historia dividida entre dos mundos. Algo de ego,
un vestido insinuante. La sonrisa a imitación
del cielo prohibido, azul ajeno a la materia,
la ingenuidad del azul manifestándose a plena
luz, sobreviviendo al hechizo de la historia,
el auge de la tradición. Azealia era en
redondo, acomplejada por sus ojos limpios
como el suelo de la cancha, azorada a causa
de esa levedad tan formidable y cercana:
ella en su casa tumbada en el sofá fumando
una versión de la mejor colombiana del país,
mirando un vídeo clásico de Carolina Chocolate Drops
en el enorme aparato del cuarto de estar.
El verso era un espacio de contraste para la
discusión y la armonía; también para la guerra de cifras
y pecados. Los filólogos renunciaban a hacer
la vista gorda y suponían, socorrían, tenían un deber.
Se palpaba el sofoco entre sus
recomendaciones. Alfa: mantenían una
posición irreconciliable con la música,
y Beta:
no contaban con los dedos. Apenas les conmovía la sobriedad del verso, su
inapetencia socorrida.
Se lo tomaban a voleo pero en serio,
dictándose párrafos sucintos como certeras críticas inmisericordes.
Criticaban la ausencia de astucia comercial,
la solemnidad recreativa de cada sintagma por separado
y su cuestionable unidad conceptual.
Abortaban cualquier deseo competente hacia el sobreseimiento
del delito. La falta era sonante de
profesionalidad, que no de oficio. Era esa débil hondura tan superficial,
esa profundidad a ras de vuelo tan
desconcertante. Ese minucioso retorno hacia lo desconocido.
La pequeña que enmendaba la plana a las
autoridades léxicas con soltura y definitivo desdén.
Ella que vacilaba al jurado y no dudaba sin
embargo un segundo en subrayar la parte más calamitosa
de su especie. Que componía un libro
milenario a razón de una página por disco de vinilo.
Azealia nada rácana, premonitoria, asumiendo
un escenario irracional para su mítico grupo;
el poema planchado en el tacón, puesto en
solfa: debidamente desacreditado.
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