Como
el amor suena así. Cuando una voz se aparta. Ella sola.
Cuando
una voz se tuerce y rueda por la boca como una dulce lágrima.
No
sabe lo que dice, abre un amanecer de espuma. No sabe lo que canta
-cuando se aparta la voz-.
Esta
voz que desmonta silencios, desencadena mares. Se retira
si no
hay más remedio, nada que hacer. Es un silencio doble, invasivo.
Es un
silencio a escala inmaterial, sublime. Los quarks no meten ruido, por más
extraños.
Cuando
el amor suena así es una voz presente que sube una montaña,
y
sube la montaña con esfuerzo. La voz que reconforta. Es una voz presente que
sube
a la
montaña. Y ve. Tantos horizontes, uno detrás de otro hasta el infinito. Todo
amaneciendo.
Como
el amor habla en una lengua perezosa, la voz deserta, se desertiza y calla.
Sea
que la canción deba cantarse, deba sonar a voz en grito, porque sin música ni
viento.
El
piano. El arpa. El piano es un vaivén pero se duerme, vive sus pesadillas
tras
una cortina de humo; en exceso teatral, no termina de decidirse por un gesto.
El
arpa se traduce, vuela; nada reduce su vuelo, ese misterio, esa virtud.
Pues
el arpa no existe con su mecanismo y su álgebra, antes se desvanece.
Es
una maravilla ver ensayar a la orquesta, reconocer el hábito tranquilo de las
manos
y
escuchar la concordia de la sangre ausente. Qué mal augurio, en cambio,
supone
el concierto interrumpido, el corte obsceno que decapita notas sostenidas en
vilo
y
convoca a los enemigos declarados del arte.
El
canto es un espíritu neutral.
Sin
guitarra, no tiene relación con la comedia, como aborrece el drama.
En
los tambores se acuesta un trozo de canción, la parte líquida o la que no sufre
el vértigo
del
sol. En la melodía hay un espacio que cierra los ojos para no ver el silencio.
El
canto procede de un lugar en llamas.
Mirad
qué deprimente el cielo. El cielo y su imprecisa vocación solista, su desprecio
por
la lógica. Nada hay en armonía, nada existe bajo la batuta de un dios.
El
aire resulta tan anárquico como una rebelión.
Los profetas
maldicen todo el tiempo.
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