Su
talento hacía temblar el mástil, suspendía el balcón sobre la rampa asomada al
vacío.
Hermana, dinos algo, danos algo, dame algo,
hermana, le decía el mendigo último modelo,
algún
pincha vinilos con sus zapatillas aéreas y sus cascos prendidos al máximo nivel.
El
volumen de su alma copaba estadios, henchía bajos horizontes, prolongaba
atmósferas.
Su
talento, víctima de la industria, era un alegato contra la monotonía. Su
esencia
trabajaba
con todos los colores: arrastraba el malva por los aires, corrosivo naranja
por
el suelo alquitranado, sórdido blanco por la piel. Black is beautiful; el negro es lo posible,
lo
intangible, el negro es el color de la razón. La belleza más pura tiene su casa
en lo
hondo, donde no llega la tozudez de la luz, su paranoia artística. Ella viajaba
hacia
un lugar permanente (lo que equivale a no moverse un ápice), no se movía apenas
del
sitio convenido, el sitio que sabía que era ella la que estaba ahí, tan quieta,
tan inmóvil.
Estática,
pero gritando alto. La belleza tiene que caer a puro grito, su alarido
es
sangre para la mayoría, así como el tiempo es oro aunque sea un oro miserable.
Resulta
que el poema chocaba con su alma en ciertas partes porque el poema era mágico
y no podía
verse entero, igual que un iceberg. Los versos a la vista eran ya muchos
o
demasiados, una tropa gálata de versos, un tropel hipnótico, mesmerizante de
líneas
homólogas,
de líneas chicas y líneas procesales, un orbe balanceante de renglones
arreglados,
cuadriculados,
esféricos en tres dimensiones ocultas, compuestos de matices y matisses
recién
cortados y pegados en la salsa del lienzo terminal.
Su
belleza era tal que lastimaba un kilo por centímetro cuadrado de cuerpo
destruido;
el
talento le venía bien al tronco versal, que aprovechaba los huesos para hacerse
un caldo
de Cervantes. Mas se planchaba el pelo hasta que le quedaba asiático
y emprendía abdominales con frenesí circense (no todo es divinidad, ni al por mayor).
Y Azealia
bostezaba un ramo atroz para Bukowski, suavizaba el duro contoneo de la
Turner.
Su
escena era la propia de un representación sagrada, una aparición mariana, un
milagro ful.
Entre
su público podía verse al dios de los gitanos, también a otro dios apaleado,
azotado
con
el látigo cobarde de la patria común. Entre su público, dios no era flagelo,
sino víctima
de la
industria de la raza, un sector siempre en alza. Jesucristo modulaba su voz, un
poco torpe,
un
tanto esterotipada y casi nada soul, paradójicamente. Un cristo negro antes de
subir a la cruz,
antes
de ser crucificado y cambiar de color como un camaleón de la corrección
política.
En
sus labios, el poema hacía bailar a las estudiantes distinguidas.
El
mundo columpiaba sus caderas al ritmo de un extremo malogrado, un exceso de paz
aumentado
por la radiactividad de las bases, bueno para el corazón. La primera estrofa
que
debería haber sido para Gavlyn (que masca las palabras y les pega ese tirón de
primavera).
En su
boca, el poema colgaba, cortaba, sacaba la lengua como un rolling stone de
pacotilla,
se
iba de safari a las islas a cazar monasterios griegos en peligro de extinción.
Oh,
Azealia, en vano terminó la temporada. Su talento recalentado en el purgatorio
hinchable
de la
piscina privada. Sus ojos recitales minusvalorando un texto apócrifo sin ningún
valor.
Su
primer disco -¡el poema!- entregado a la subyugante alquimia del mercado.
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