martes, 8 de abril de 2014

incorregible


No es que no hubiera pretendientes para la chica del 212.
Todos los días, una mañana nacía para recitar la letanía sutil de los enamorados.
El lago desplomaba sus aguas, cada lágrima gris. Ella en su túnica
escuchaba la recta partitura de una guitarra, rezaba a su dios recién lavado.

Mara Hruby sonaba crujiente hasta esa suavidad que no parece única
pero acaba de hacerse a fuego y piel. El reino bostezaba tendido en el diván,
a la orden del especialista. Los muros guardaban su coro de espejos
rotos a pedradas. Y la luna venía a ser de espanto sin una sola duda.

Hubo trato. El Big KRIT situó sus tropas vocales junto una batería de cañones de luz.
Aunque solo era un príncipe, su corona bastaba para una rendición.
La música tenía que pasar, en órbitas, en blanco, o a través. En la mesa de mezclas
brincaba un sonido indiscreto. Voces críticas a fondo, la prensa y el nudo radiofónico:
una constelación de prioridades.

Azealia descubría su vestido de cola, desvestía su acento de palabras intensas
y ya gesticulaba su disfraz adulto: germinaba la rosa escondida en su pecho.
La música se dividía en colores y el arco iris era una muralla obrera, una raza
de modelos metálicos extendidos sobre el puro silencio.

Protagonista, la familia decía que no. Una madrastra que perdía el tiempo con su astuto demonio.
Las tías siempre ausentes por ahí. El niño que no estaba. Y la pequeña muerta para qué.
Los pasillos bullían de insensatos recuerdos; salones despojados de grandeza,
lámparas testimoniales. El piso, cariacontecido y demacrado, sujetaba sus paredes ocultas.

Por el cielo, qué fuentes. Granizo, un manjar atómico. La rosaleda fingía hambre y sed,
todo para los árboles. No es que tuviera un laberinto a mano donde llevar la cuenta
de las insinuaciones, Azealia ante su vértigo benigno. Los heraldos entraban y salían
deslizándose en sus monopatines: unos traían buenas nuevas, otros, falsificaciones entusiastas.

El predicador se multiplicaba por sus fieles, repartía sonrisas y acuarelas
de sus ojos triunfantes. La mejor versión de un sueño hacía estragos
entre las muchachas reales, que no sabían a qué carta quedarse, ni a qué contradicción.
Mientras, la chica del 212 bordaba un sentimiento paralelo al del agua
que se dejaba caer sobre la tierra con leve gorgoteo incorregible.

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