Claire anuncia su llegada, moderniza la
noche. Su rostro es un delirio, la fusión
lograda del retrato barroco y la fotografía
de la depresión, la acuarela y el lápiz, el carbón y la gama.
El color de su pelo podría ser un fresco de la lumbre tomando altura,
agarrándose al cielo que fuese más azul.
De sus ojos, la reliquia de un tiempo cansado
de sobrevivir. Oh, las manos fuertes,
mariposas ágiles
condenadas al éxodo, al único tacto de la
pérdida, la húmeda caricia del recuerdo.
El corazón de Claire llena su pecho de
canciones que llevan el compás del aire,
acompasadas al giro metálico del viento, el rincón donde aguardan su turno
las prendas del otoño.
Tendría que acoger un
millón de almas. Sabed que el alma es solamente
un verso escrito para adentro.
El mundo tiene la conciencia sucia y segrega pulcros organismos
que asumen el dolor. Tampoco el dolor tiene
su espíritu, no es que tenga un espíritu común,
su esencia es tan palpable como un hueso,
se rompe como un cetro de cristal.
Un día anocheció y eso fue todo.
La luz se desplazó hacia la indiferencia: un
efecto interior. La luz se cayó al pozo
y no fue suficiente la teórica cuerda de los
sabios, el gancho de la física.
Es fácil hacerse al drama de la oscuridad; al
cabo, los gritos no se sienten, la sangre no se distingue
del agua diminuta de los charcos,
los animales comienzan a soltar verdades como puños.
Claire algo magullada, tan rápida. Siempre
desorbitada, fuera de escena y al otro lado del reloj.
Sin balada perfecta; a la cama sin su
Lovecraft de revista, castigada
sin postre y sin futuro. Sujeta al principio de abandono
que define a los seres eternos.
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