Iba
a escribirse un verso apurado y coral.
Estaba
la pluma.
Estaba
la luna.
Estaba
el papel hermoso color avellana. La idea revoloteaba entre la tormenta de ideas
de los sabios.
Los
sabios intuían el poema, pero no el verso, producto de una mente insana.
El
verso podía ser neumático o andrógino. El andrógino vestía un traje chaqueta e
iba sin maquillaje,
llevaba
un corte de pelo a lo garçon. Su pelo era tan negro que una estrella chocaba
contra el fondo.
En
cambio en el neumático todo era excesivo, una talla más, todo sobresdrújulo, de
verano.
Los
versos de verano son impúdicos y beben demasiado.
Así
que iba a escribirse un verso invernal bien constituido. Justo eso.
Estaba
el teclado.
Estaba
el pecé.
Estaba
la pantalla ultraplana y ecológica a rajatabla. La pantalla era también preciosa
y
parecía reclamar un tratamiento impactante, pulsaciones, latidos con
significado.
La
estética del caso era puntual, puntiaguda, no pasaba por su mejor momento.
Humo
que echaban las mentes prodigiosas.
Se
propuso alquilar un sinsentido o un pensamiento débil y barato y luego
reconducirlo, trabajar con él,
darle
forma mediante una sucesión de agudezas generales. Bombardearlo con materia
gris.
Reclutando
a un gran poeta. Una chica muy bonita desesperadamente rubia. Oriental. Una
chica africana
o
afroamericana de trémulos labios temblorosos. La chica morena cruza las piernas
y
comienza a pensar.
Se desata
una invasión de luces, una pléyade pletórica de cirios máximos. Se encienden
los incendios
que
maculan el horizonte y desperdician trama. ¡Oh, fuego promiscuo! Arde.
La
propiedad.
La
integridad.
El
valor de una palabra interminable. La poesía se agota: bienvenido el horror, el
dolor, el arte.
El
verso está acabado. La muchacha se levanta y se alisa la falda con un
movimiento dulce.
Se
toman instantáneas del evento.
Estaba
allí la sangre; había tantas lágrimas.
Hay
una huella, como una marca, un rastro.
El
beso en el papel, una violeta por el aire. Un beso que se apaga antes de
empezar a arder.
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