Al otro lado del mundo, el pelo suelto, la
mente perfecta. Maravillosa voluntad,
sobresaliente destello. Sigue ahora la rueda
fanática, el impulso de una nota común.
La música es un deber, un engranaje que
funciona con vasos de silencio, a costa del silencio.
No es tan sencillo comprender que la clave
está en la voz que se inhibe y en el eco
más que en la nota alta y la armonía, en la
quietud más que en el movimiento rítmico
de un paso de baile. También hay que dejar
atrás el amor, aunque el espejo seriamente lo demande
y la carne aspire a su confirmación o el
espíritu sienta aquel vacío febril de los amantes,
aquella sobriedad de los cuerpos ingenuos
llamados a la guerra.
La canción por encima del verso, por encima
del verbo, por encima del alma que la crea
y cree en ella por encima de todo. La canción
que resuena en los espacios cerrados
y se expande nocturna por laderas y bosques
en alas de la brisa que susurra su fervor invisible.
Hasta que el niño tararea una melodía justa,
la niña mira al cielo con ojos impensables y se sabe
un línea maestra y la repite con su voz de
ángel, la interpreta y da sentido a la obra.
Hasta que sube a la estación de radio que
maneja un altavoz protagonista, se reparte de milagro,
se divide en sí misma y propaga una suave
emoción por los salones, se inmiscuye en la vida
y la transforma.
Llega al centro del dolor y se produce el
contacto, la colisión de contrarios. Nace un amor diverso,
en la élite del sentimiento, surge ahí, tan
pobre, flor y nata de la pena. Algo que asciende
como un fulgor por la garganta, azúcar y
limón, y una aguja de rabia. Algo que no renuncia
a su destino, que ya es del color de las tibias
mañanas que habrán de ondear su azarosa bandera .
Al otro lado del sueño, en este instante, la
mente perfecta capaz de anular la melancolía,
su mente poderosa imaginando el poema e
incluso su torpeza, su aliento entrecortado,
e incluso ofreciendo tanto amor como ignora,
más amor del que siente.
Sus manos entre ensayos, constantemente: ya
gaviotas, ya nubes, un sinfín de violentas contorsiones.
Sus piernas demasiado calientes, demasiado
técnicas, carabelas desafiando la intensidad de las olas;
un vaivén permanente de su figura, silueta en
ascuas, la palabra, recta, atrapada en el pulso de los labios.
La palabra, un murmullo permanente,
imperceptible apenas a oídos de los príncipes.
La palabra un espasmo, un avance hacia la
soledad, pasos de plomo hacia la soledad completa
donde solo tiene cabida el amor más hermoso,
el que no se concibe, que no aguanta la mirada,
que solo escucha el sordo crujido del
silencio al caer
y fracturarse.
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