Hay
una mancha en el abecedario.
Una
espantosa flor. Están la P, la Q manchadas de grasa como la hoja de papel
de
periódico que envuelve el bocadillo: un rato a la sombra.
Es
una mancha estratégica. Poética.
Se
dividen las letras en razón a su esplendor. El poeta tiene un modo de creer.
Su
manera de estar enamorado. Hay una mancha estricta en su carrera, un borrón en
la historia.
Es
necesaria una pizca de culpa, una pizca gigante de dolor, un roto en el
costado,
un
descosido enorme y antiético.
La
primera letra fue cualquiera. Era Mayúscula y encabezaba una patrulla cósmica;
su misión:
salvar
la tierra con sus moscas y su reja panorámica y global.
Es
preciso un fulgor inoperante, tan oscuro. Para esparcir la claridad del
pensamiento,
su
llama viva, hace falta una muerte controlada, una renuncia curtida en el exceso
y la ausencia
(que
viene a ser un mismo patrón).
Su
letra musical decía un rápido fraseo, una guitarra al estilo del sur, el frente
amplio de las artes.
Ahora
el silencio se condensa en un cubito de hielo
que
hace ¡plop! al ensuciarse. He ahí el ruido total de la galaxia, la suma
de
las supernovas. Pues el poeta se debe al éxito y es la gente que lo rechaza y
lo abuchea
la
equivocada, siempre.
Vamos
a manipular el arte a quitarle una letra íntima, a sonsacarle la verdad.
Veremos
un fácil interrogatorio, sin violencia apenas. ¿Quién? ¿Dónde? Y, sobre todo, ¿por
qué?
La
bestia está cansada de perseguir bellezas inconscientes. Quiere su dominio.
Quiere
un traje de los domingos y un misal, quiere tatuarse en los dedos de las manos
Love&Hate,
un
sombrero guapo para hacerse la interesante.
Esta
mancha no se va. Se extiende perdurable, existencial por la inmensidad del
plano,
contamina
los ríos caudalosos y los manantiales, arruina lagunas vírgenes. Es un cuadro
abstracto
colgado
en la salita del pastor de almas. Un desgarro en la urdimbre constante del
sistema.
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