miércoles, 25 de junio de 2014

futuro perfecto


Mañana volvió a llover. Charcos por hacer(se), gotas pálidas. Dando el invierno
gratis a la manivela del calor. Regresaba Janelle de su desplazamiento periódico con el corazón
sobrecogido, ya que esperaba encontrar el amor.
                                  
Alguien lo había escrito:
«Dentro de poco, el amor será la joya del sagrario, un espectáculo intolerablemente serio.
Las muchachas reirán entretenidas. Se irán a casa después de todo. Luego bailarán en los portales,
recitarán su lema en la escalera y besarán a los padres que descansan».

Mañana, de repente, se hizo nieve. El granizo lloraba. Los glaciares inundaban el alma.
Pero los caramelos no habían aumentado su precio y el niño pudo relamerse por última primera vez.
El frío era una escafandra tentadora para estar a salvo. Presenciar el frío reservaba su intriga,
su parte nostálgica. Janelle se venía del calor que hará
cuando la estrella se estrese finalmente
(las estrellas tienen malas pulgas: son tan insociables).

Aprender a bailar es como aprenderse. Aprender a besar es como beberse un zumo de melocotón.
Los pequeños bailaban atónitos por no llorar. Así entraban en danza y cosechaban energía.

Ella nos dijo que no habrá Princesas. Entonces no había un reino
ni sus héroes, las espadas carecían de valor, las armas no eran peligrosas sino artísticas.
Era de temer la magia. Quienes conocían algún truco proferían amenazas
y se granjeaban el respeto: cuestión de actitud, como en el rap.

Lo cierto es que Janelle no rapeaba, afinaba tanto que podía grabarse en una caracola,
en un tronco centenario. La música se filtraba y disponía sus adornos de carbón,
figuritas en el mismo árbol de navidad.

El tiempo se perdía entre relojes y citas, maneras de no verse y de no hablar.
El beso que esperaba se había retirado de la circulación y echaba a andar y se marchaba pronto,
se quedaba solo una hora más. Hasta las diez.
En el parque, las diez no habían sido nunca. Janelle paseaba sin fumar siquiera, empezando la noche.
Un cuerpo ajeno, el miedo. Sintió su escalofrío preferido, aquella mano en la cadera que fue el amor.
Sus labios se sacudieron la promesa de un momento feliz y alcanzaron su fase magnética por separado.

Gracias a la oscuridad, en el preciso instante en que la lluvia dejaba de pensar en su futuro
e iniciaba un prometedor descenso sincopado, alguien encajó un golpe de suerte (acaso inmerecido)
y tuvo una visión: en aquel día de mañana, llovía y ella
-sea como fuere tan hermosa-
observaba caer las gotas pálidas desde la ventana rota de su habitación.




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