Mañana volvió a llover. Charcos por
hacer(se), gotas pálidas. Dando el invierno
gratis a la manivela del calor. Regresaba
Janelle de su desplazamiento periódico con el corazón
sobrecogido, ya que esperaba encontrar el
amor.
Alguien lo había escrito:
«Dentro
de poco, el amor será la joya del sagrario, un espectáculo intolerablemente
serio.
Las
muchachas reirán entretenidas. Se irán a casa después de todo. Luego bailarán
en los portales,
recitarán
su lema en la escalera y besarán a los padres que descansan».
Mañana, de repente, se hizo nieve. El granizo
lloraba. Los glaciares inundaban el alma.
Pero los caramelos no habían aumentado su
precio y el niño pudo relamerse por última primera vez.
El frío era una escafandra tentadora para
estar a salvo. Presenciar el frío reservaba su intriga,
su parte nostálgica. Janelle se venía del
calor que hará
cuando la estrella se estrese finalmente
(las estrellas tienen malas pulgas: son tan
insociables).
Aprender a bailar es como aprenderse.
Aprender a besar es como beberse un zumo de melocotón.
Los pequeños bailaban atónitos por no llorar.
Así entraban en danza y cosechaban energía.
Ella nos dijo que no habrá Princesas.
Entonces no había un reino
ni sus héroes, las espadas carecían de valor,
las armas no eran peligrosas sino artísticas.
Era de temer la magia. Quienes conocían algún
truco proferían amenazas
y se granjeaban el respeto: cuestión de
actitud, como en el rap.
Lo cierto es que Janelle no rapeaba, afinaba
tanto que podía grabarse en una caracola,
en un tronco centenario. La música se
filtraba y disponía sus adornos de carbón,
figuritas en el mismo árbol de navidad.
El tiempo se perdía entre relojes y citas,
maneras de no verse y de no hablar.
El beso que esperaba se había retirado de la
circulación y echaba a andar y se marchaba pronto,
se quedaba solo una hora más. Hasta las diez.
En el parque, las diez no habían sido nunca.
Janelle paseaba sin fumar siquiera, empezando la noche.
Un cuerpo ajeno, el miedo. Sintió su
escalofrío preferido, aquella mano en la cadera que fue el amor.
Sus labios se sacudieron la promesa de un
momento feliz y alcanzaron su fase magnética por separado.
Gracias a la oscuridad, en el preciso
instante en que la lluvia dejaba de pensar en su futuro
e iniciaba un prometedor descenso sincopado,
alguien encajó un golpe de suerte (acaso inmerecido)
y tuvo una visión: en aquel día de mañana,
llovía y ella
-sea
como fuere tan hermosa-
observaba caer las gotas pálidas desde la
ventana rota de su habitación.
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