martes, 1 de diciembre de 2020

terror a domicilio

 

El tiempo pasa, es una transición
incómoda; pasa como un río de barras asesinas, caracoleando entre las paredes del canal,
por los ojos metálicos del puente, una nueva corriente de pensamiento
lógico (la filosofía del acordeón).
 
Es una transición que se acomoda, se detiene en una intersección del infinito; por delante
solo hay humo, solo karma, únicamente un punto de fuga y todo el tiempo del mundo. El futuro
desprende ambigüedad, modas que han dejado su impronta
irreflexiva, modos de asegurarse el desayuno, de conseguir fuego para el joint,
calor de hogar.
 
Ni siquiera el poema pretende anticipar un desenlace, su desarrollo es una incógnita verbal,
se verbaliza a todas horas: a través de las campanas (en caída libre), a través del soleado
coro de las aves, el martilleo voraz del agua liberada.
 
Esperar un cambio de aguja, un cambio
climático, el cambio del billete de 20€, la modificación número uno del proyecto vital: el cambiazo.
Es justo, pero nada evoluciona: algo trata de huir
de la realidad, recobra su estado natural y luego se desliza por un falso periodo de esplendor.
 
A veces, un pequeño milagro, un suceso sin coordenadas. Tópicos misteriosos
acelerando por la autopista de la exageración, dobleces
expresadas por segunda vez, tercetos hechos trizas,
cuartos sin ascensor.
 
El tiempo entra en la habitación del pánico y tira la casa por la ventana;
el tiempo termina de comer y vuelve a tener hambre, rebaña las sobras y padece la anorexia de los multimillonarios.
Lenguas de sal candente arrasan la ciudad, se bifurcan
como dioses averiados, bultos en la trama morosa del espacio; las catástrofes
nunca se hacen de rogar. Los milagros existen,
pero ocultan desiertos de ternura.


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