sábado, 12 de diciembre de 2020

nido

 

El silencio –dice el poeta– es lo que se escucha
cuando deja de cantar Olivia Dean. Hay, pues, un silencio de campanas. El silencio
de la gran ciudad a la hora punta. El silencio de la ciudad de Los Ángeles.
 
La soledad es lo que ocurre cuando la noche
invade los preceptos de la luz, la promiscuidad de la mañana. Existe un día de mañana incubado en cada noche,
despabilado pero inerte. A veces los tentáculos de la oscuridad
emergen ocluyendo un rato de felicidad.
 
Milagro sería. Que la fortaleza del tiempo
resistiera el empuje de los cuartos oscuros, la fuerza cegadora de un segundo
tras otro.
 
Consta en el libro un suceso pendiente de evaluar. El poeta
estudia la conveniencia del procedimiento. Romper el pacto y dejar de narrar lo impredecible;
todos se ríen, el poema abulta en el bolsillo, recorre la escena
con su rama de árbol en las manos, deshojando un tesoro. Es una máquina de fracasar, desencajada
como un rostro
desencajado.
 
Estudiamos lo que fueron los buenos tiempos del Orient Express, su marquetería y sus vagones
imperiales. Nos preocupa la decadencia, es un tema candente, la notoriedad de cada acontecimiento
nos sobrecoge. ¡Es la memoria, estúpido!
 
El Arte ha fracasado en su conato –desaforado esfuerzo– de acallar la voz que nos protege.
Olivia se transforma entonces en un nido, o es su voz. La soledad
discurre a través de una noche
fotogénica.
 
Dice el poeta: soñemos con el aire. Y su palabra es una debilidad
de la naturaleza, el punto flaco del espacio, la consumación de una teoría inacabada.



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