Arrabal
de pronto.
Y el
ruido sordo de una soledad como si fuera.
Arrabal
y su alegría. Fuegos artificiales cada día del año;
cada
puente sobre el río enfermo, un niño en las sombras,
colgando
de la mano, a hombros,
disminuyendo
a marchas forzadas su estatura para ver de cerca el aire
indiscutible.
La música.
Por ahí
se afianza un ritmo cardíaco.
En
libertad, procede sentir un ramillete de sensaciones versátiles,
apetece
adentrarse en el bosque dentro del jardín y compartir la fuente
con
animales locos o, continuamente, reflotar el sonido del agua
que
fluye en verde
y cae
-redonda- en un efímero rimero azul.
El
arrabal se extiende
como
una mancha inoportuna en el jersey de los domingos.
Se
orean los chiquillos, sin aspavientos,
callejeando
lúcidos.
Una silla a la puerta del corral,
un
perro exageradamente flaco frotándose de paso
contra
el desesperante atardecer. Ah, y el poeta arriesgado observando la idea
antes
de cenar (con acento en la punta de la lengua).
Tarde de
alegría. Arrabal moreno y frágil. Sin trabajo.
Hay un trabajo que sirve de
costumbre,
dos
obreros que se reparten un espacio caduco y empeñado en durar.
Los
hombres pasan con las manos en los bolsos,
las
mujeres con los bolsos en las manos,
los
coches sin matrícula.
Se
modula un fragmento de silencio, pero que no se escucha.
Hip-hop,
como un silbido dentro de la máquina:
son
los rapsodas fumando hierba a todo tren.
El
barrio acecha con sus malos modales y su angustia, muestra
su
recóndito vector de espanto.
Una
muchacha con botas militares
custodia
la estrecha acera junto al bar cerrado por defunción;
al
rato, un chico se le acerca, hay un apretón de manos, breve y sin sonrisas.
De fondo, suena -cierta- una
guitarra.
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