Qué oficio
de sabor en su sonrisa,
qué
diplomacia de su mano tierna
que
exprime o reconforta -mano alterna-
según sea
la piel que la precisa.
Qué densa
y tropical la flor que irisa
el brillo
de sus ojos y gobierna
el ácido
fulgor que se consterna
frente al
caudal sonoro de su risa.
Qué dulces
los rincones de su imperio,
qué
colorido aroma la dispersa
y qué
extensa región se la disputa.
Qué oficio
de color, qué magisterio
le ofrece
al corazón la luz inversa
que
alumbra su trajín entre la fruta.
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La
chica de la fruta se percibe
como
una fruta más cuando aletea
en
pos del néctar puro que recibe
del
cielo protector que la rodea.
La
chica de la fruta no prescribe
en
su imperecedera suerte, sea
a
causa del anhelo que concibe
o
a causa del espacio que recrea.
Me
mira de reojo y no sonríe
sino
en el interior de su esperanza;
el
tiempo se detiene sine die,
las
fresas pesan más en la balanza
y
yo espero en silencio a que me fíe
un gramo de la suerte que le alcanza.
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Amarte es una fórmula
secreta:
primero se me rompe el
corazón,
luego, al cociente de
esa división,
se le añade una burla de
poeta
y, para terminar, se le
encorseta
en la decimocuarta
dimensión.
Amarte es la cabal
medicación
que la melancolía me
receta:
primero se me juega a la
ruleta
y se me pierde toda la
ilusión,
después, para mi alma,
se decreta
encarnizada pena de
pasión
y luego se me tira a la
cuneta,
pero, antes, se me rompe
el corazón.
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Golpeo en ti con una mano muerta,
golpeo con los párpados hinchados,
la sangre a flor de piel en los costados,
lanzado el corazón a tumba abierta.
La sangre adulterada, sangre incierta,
los dedos como estambres delicados
y el eco de tu nombre -¡dos pecados!-
bautizándote umbral y luego puerta.
Desnudo a la madera de su hechizo
blasonado de lunas. Descuartizo
-redoblo- la endeblez de tu
memoria.
Me abalanzo, me hiero, me destrozo,
me arrojo al semicírculo de un pozo.
Te llamo desde el fondo de la gloria.
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Golpeo en mi dolor, late la herida.
Grita la herida un vómito de grito
que retumba en el cuerpo del delito,
el cuerpo de mi cuerpo, su guarida.
Revela la experiencia compartida;
campea dolorosa y no la evito,
más la palpo y la sangro y la repito
por sentir el contacto de la vida.
Me despelleja el alma, la desnuda
lentamente de dios –me compadece.
¡Cuánta luna me duele y cuánta mano!
Por llamarte me late tan tozuda,
por sangrarte y dolerte solo crece.
Por nombrarte te nombra, pero en vano.
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