miércoles, 17 de abril de 2013

...amor


Bello rostro, desencajado ahora. Rosario de otro nombre que tenía un corazón.
Palpitaba sonriente, órgano equilibrado, existía a su manera de hincharse,
infalible y san(t)o. Ella, acostumbrada a la seguridad, a la honradez sin mácula
del verbo y el cristal, hecha a la inmaculada perfección del sentido común. Rosario
en el estado adorable de su frente, en el perfil concreto de su espalda,
la caoba ilegal de su cintura. Iba
balanceando un beso a través de las pestañas ágiles, redondas,
liquidando su parte del regalo en pequeños ópalos maravillosos,
oscuridades plenas arrasadas en vatios de poder,
algo más níveo que el amanecer de la resurrección, más contento.

Al alba, gatos en hilera, pájaros en banda, perros amarrados, estrellas cansadas
de vivir su arranque de luz, su pena de la luz, su luz interpretada por un rayo celoso,
astros felices. Alguien que al poco iba balanceándose
a este lado del mar.

No era ella: Rosario Dawson, no era. O miraba como ella con sus ojos pendientes
y caminaba al paso de su paso sin adelantarse al cuerpo.
Que besaba como ella al levantarse, después de haberse ido, humedeciendo
sus labios encarnados con una perla ambigua de sudor y una palabra simple,
inmersa en el rápido descenso del torrente, su vertiginosa caída.

¿Quién fue? Fue su pasión por la verdad, su estilo para reír un verso,
su negación del cielo aprendido en la escuela, su magisterio injusto,
el denso aroma de sus mejillas ardientes, la voluptuosa mitad de sus rodillas,
sus pechos invencibles y hasta enérgicos, erguidos a pesar de su bondad.
Fue del tamaño del espejismo máximo, la enormidad del huracán. Su voz.

Habló una vez y dijo: cariño. Y fue entre admiraciones que lo dijo,
pues se escuchó al otro extremo de la galaxia, fulminante,
divertido, como un acertijo endemoniado,
celeste. Dijo te quiero y su voz estalló como un relámpago, un jardín en armas,
como un zigzag de fuego aparatoso. Si resultó baldío, quién lo sabe;
si tuvo su montaña con su cumbre, una escalera más al norte
de su cabello rojo. Ella, sin apellido, absorta en el espléndido
motivo de su espera.

Meticulosamente
bella.

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