Fingía
rosas en el pelo, floreciente y tranquila
como
una mañana nueva.
Cubierta
de calor, dejó de ser la estrella
y se
vistió de luna con los labios pintados.
Alcanzó
su raíz, tiró de ella y sacó a la luz una iluminación
de
huesos parlanchines. Así es la luz, se dijo.
La
voluntad aérea de los nimbos colmaba de salud
la
madrugada. Donde estuvo la fuente,
había
un bajo estanque de premeditado reflejo
que
irradiaba un centelleo constante, caleidoscópico,
de
miradas antiguas. Ella tensó la estructura lineal de su sonrisa
y
aligeró su paso alegre hasta la próxima ribera (la ribera del sueño).
Pensaba
una palabra con nieve entre las letras,
con
relieve en su adentro y un espeso brillo
acentuado.
Pero había dejado de proteger el recuerdo,
ya no
miraba hacia los besos perdidos; su hermosura
era un
estricto bálsamo para quién sabe qué derramamiento.
Fue la
canción, como otras veces, la más sensata,
la
primera en oírse y la primera en dar la bienvenida
al deseo.
Iniciaba
un suspiro musical, cuando cayó a sus pies la maravilla:
una forma
de ala, un álamo de sangre, un alma traspasada
por la
flecha del tiempo.
Ella se
puso de rodillas -tan humana- y sin alzar la vista al cielo
abrió
su corazón al puro sortilegio
del
amor.
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