Soñé -cuadro
fantástico- una revolución
protagonizada
por bosques y lagos no demasiado profundos,
láminas
asaltadas por el sol estival. Las venas del espejo
eran
caminos nuevos brevemente salteados de guijarros humildes,
sendas
verdosas acabadas en sombra que recibían
huecos
de algún rayo. Como las zarzas eran
inoportunas,
no frágiles, eran ortigas que fruncían el ceño.
Había
un manantial cerca de la ciudad perdida
del que
brotaba un líquido que no era el agua pura ni dejaba de serlo,
pero
tenía el gusto de la sangre en la boca. La ciudad asomaba
su
nariz coagulada, su cabellera rota entre las copas aéreas
y
levantaba barricadas junto a los pozos. La historia creía
en la
memoria de los troncos abiertos, en la pétrea quietud
de las
paredes despintadas y en esa arquitectura primaria
decidida
a durar.
Resultó
por entonces, en medio de aquel sueño,
que los
bosques llegaron a la puerta del cielo y preguntaron
por el
nombre del rey. Que salió a recibirlos una princesa heroica
con
nubes en el pelo y una espada flamígera en la mano
delicada.
Pero los bosques se horrorizaron y quedaron atónitos
ante el
poder destructivo de la llama y la hegemonía del fuego
y
llamaron en su auxilio a las bellas lagunas de la noche
que
acudieron a saltos y aluviones de espuma.
Y fue que
la princesa, ya dispuesta a morir, brindó por la inocencia de su reino
y así
rodó la corona áurea por la arena que todavía esperaba su río,
como
las lágrimas ceñidas al peligro inminente rozaban sus mejillas
y caían
formando un charco a sus tímidos pies que se tornaba rojo
por su
propio carácter e iba naciendo, por su propia ternura,
una
fuente curiosa, una ciudad desierta de amplias avenidas
y
columnas bordadas, sólidos edificios, casas empecinadas.
A lo
que deliberaron pronto los solemnes abetos, los mansos abedules,
los
cipreses poetas y los sauces reales, que no tenían prisa
por
llegar a la guerra.
Hubo
quórum, se firmaron tratados; una paz ventajosa para el pueblo,
que
pudo retirarse con la cabeza alta al dorado refugio de su espíritu.
Y fue tal
el sosiego que siguió al alboroto
que
hasta la suave hierba descansó de su trance elevando plegarias
a la luna callada y satisfecha.
a la luna callada y satisfecha.
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