viernes, 13 de septiembre de 2013

clásico


Escuchar a Big K.R.I.T. es un acto de resistencia masiva.

Ella está contenta y lo escucha a sabiendas,
sabiendo lo que denotan las siglas
(un punto a su favor) y sin entender demasiado inglés.
Encuentra un hilo rítmico y lo sigue hasta el comienzo de la madeja
expansiva: halla la huella y siente.

El rey rapea para ser recordado o para ser rico. Entona su verso especial,
el verso infalible que reverbera en su karma.
K.R.I.T. está en forma y surfea los surcos
del vinilo industrial con una incisión hipodérmica. Hace rabiar a la banca,
cotiza al alza en el mercado de dolores.
Él y sus amigos controlan un bólido hiperactivo con la suspensión avanzada
y el interior de piel tirando al contorno de los labios, algo rojo para sí mismo.

La chica se contonea a medias liberando un segmento
colorado también que viene a ser de humo.
Repite un estribillo que lleva sangre en las venas y humo en la garganta,
formatea una sombra de color añil
lanzada al espacio con las demás ondas.

El rey no tiene tiempo. No pierde el tiempo en rimas con pies planos
y narices quirúrgicas, alardea de fluidez constante,
monotemática. Sin religión a la vista.

Escuchar a Big K.R.I.T. es una pérdida de tedio, una aplicación bastarda
instalada en el valle cerebral.

Ella lo baila bien, con la salud pendiente de una hebra de tabaco rubio
mezclada con la hierba del parque donde los músicos se reparten
ráfagas de sol.
Le suena clásico como un hallazgo subterráneo;
como si algún artista instruyendo su verso de invierno para Brooklyn.
He ahí la escena.






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