Dijo el
poeta (que así habló):
Habré,
pues, de someter mi obra al inmundo escrutinio de las gentes de bien
y de
otras gentes.
He de
abrir mi corazón -se dijo- al público, que saqueará impune
mis
recuerdos y mis lealtades, que arrastrará por el pavimento
mis excesos
de juventud y mis desvelos. Me lo piden los ágiles lectores
que
buscan la metáfora y se creen a salvo.
Seré
condecorado por un diablo cortés y las especies brindarán por mi soltura...
Mas, puedo
(y debo) hacerlo. Me valdré de un esquema característico,
una
rótula endemoniada, un labio abstracto, un gotero de palabras sin usar.
Ladraré
ipso facto, cayéndome del susto, sacudiré mis estrafalarios mitos
y los
frutos heroicos caerán a mis pies sin ocultar su desmayada alcurnia.
Obtendré
mi recompensa.
Mi
verbo encadenado será conducido al ara, la mesa de operaciones,
el
altar democrático donde un cirujano de hierro procederá a su disección
meticulosa,
el apresurado estudio de sus miembros amputados.
Tan
gallardo sacrificio será después retribuido
con
cientos de halógenos sobre las líneas cortas y rayadas de mi disco duro,
la
admiración sin límites de las damas románticas,
el
dinero contante que hará sonar sus campanas febriles.
Si he
de vender mi alma, sucederá una catarsis opulenta.
Tendrá
lugar un festival inicuo adecuado a mi estado de ánimo más efervescente,
transparente,
declarativo y notorio. ¡Ah! y explicaré mis figuras potentes a la burguesía
ilustrada,
que asentirá complacida ante a mi desnudez verbal y psíquica.
Dejaré
los ensayos con estrofas ocultas
y matizaré
los tonos de mi verso acrobático,
que
nunca más serán azules en su espíritu.
Alcanzaré
la celebridad constante, la categoría infame de los inmortales;
seré
mentado, renombrado perínclito...
(Pero
ella jamás volverá a amarme con la franqueza de los primeros versos
vestidos
para el baile).
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