Para
el observador, toda la luz es un pasaje hacia la nada,
un
paisaje portátil.
El parque
está refrigerado; los animales burlan las leyes
de
la naturaleza. Él observa desde su atalaya. Impertérrito,
desgrana
su repertorio de miradas sobre la intensidad del verde
casi
azul. Cuando la niña atraviesa el recodo, la registra de un vistazo
y
anota el estampado de su vestido en algún recoveco de su materia gris.
Los
sonidos brillantes tampoco pasan desapercibidos para el hombre.
Un mirlo
atenúa la soledad del instante con su canto circular,
un
jilguero resucita de entre los muertos y arrulla el momento álgido de la tarde.
Los
autos vaticinan el escándalo futuro, inundan el espacio
con
largas humaredas. Cierto bosque ha desparecido del cuadro
despintado
y vuelto a redondear. Ahora, existe el mar y la playa accede
a un
lugar de la memoria. El oleaje ensaya su ballet parlante,
baila
con las manos enguantadas en luna, disimula su cojera,
se
marea.
Para
el observador el océano es una caja de sorpresas,
la
caja negra del avión en llamas. Nunca ha visto un delfín
y lo
desea ardientemente, es su único anhelo. Él, que ha presenciado
la
destrucción de las ciudades y ha sido testigo de la maldad absoluta
de
los dioses, solo busca un centímetro de paz
en
la aleta dorsal de un tiburón simpático.
De
otra forma, el parque recobra el sentido y anula su festivo desarraigo,
su
vuelo incongruente, desanuda su pie de mármol, suspende su estatura
y
vuelve a ser marco perfecto para los sueños de siempre.
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