Ella,
tan ocupada brillando, ¿qué objetivo persigue sino fundir colores?
La
noche es una ventana opaca y cínica.
Abre
los ojos (brilla) y sujeta la miseria real a un alambre de luz entristecida,
una rama de luz que cambia según la
dirección del aire, con el aire
que
levita absorto en su función palpable, su trabajo de escena.
Ella,
que está tan ocupada (haciendo lo que debe). Ella que olvida sin saber el qué,
que
olvida rostros sin reconocer su gracia, el valor seguro de los ojos,
aquel
estilo de la voz cantante;
que
ya no recuerda el pelo ensortijado o blando,
la
forma de las manos nunca vistas, el tacto de la piel jamás sentido.
Todo
ocurre de noche y es lógico que así sea: cuando nadie te ve.
Nadie
la ve llorando en su abrigo de solapas altísimas, cuello de cisne.
Bajo
el frío que esparcen las estrellas, nadie la ve olvidando
ni
nota esa corriente de memoria que ya se desvanece en un segundo.
Hechos
que pertenecen al desierto,
hechos
de sombra, tercos, pertenecientes al limbo de un ayer indecible
que
no ha terminado de suceder aún.
Ella
convierte el lejano reino en una fiesta luminosa y caótica; muy capaz
de
reducir el universo a una palabra corta, a un millón de palabras
cortantes
como hojas de papel.
La
oscuridad no se disculpa por toda su ausencia
ni
agradece los actos privados de la gente que esconde sus depravaciones,
simplemente,
anochece y se rodea de imágenes terribles
que
suceden al amparo de un horizonte ciego.
Pero
ella, que procede de la luz, tan ocupada luciendo su manera,
¿acaso
no podría recuperar el pulso y deslizar una parte de su cielo,
una
tira de cielo indivisible, una pizca,
un ápice del trono sobre el vasto dominio de la lealtad?
un ápice del trono sobre el vasto dominio de la lealtad?
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