No hay hombre
suficientemente grande a ojos de su mayordomo
Qué desahogo. Sumidos en
la vulgaridad, la ignorancia del arte,
cobijados bajo el ala
del lugar común y el chascarrillo,
gente decente, incluso
progresista, incluso la gente que lee sus novelas infames
y su prensa, gente que
elabora su idea de dominio público
y cree sinceramente que
es suya, cree que piensa de tal forma
idéntica a la forma en
que interpretan las masas el sentido de la realidad.
Qué respiro, imbuidos de
la mentalidad gremial que campa por sus respetos,
a sus anchas, conscientes
de la fuerza intensa de sus representaciones,
crecidos como ríos
sedicentes, a pesar del faro cegador de la cultura
que en la lejanía
advierte a los menos satisfechos de sí mismos
de la falacia que
aceptan, el engaño masivo en el que caen, el ridículo que hacen
pretendiendo justamente
aparecer como hombres y mujeres realizados y felices.
Qué tranquilidad les
ofrece el vehículo con su seguro incorporado, la boda por la iglesia,
en el juzgado, en el
ayuntamiento, en una playa de Bali, cómo les faculta el altar dorado,
religioso o laico, qué
respetabilidad les reporta el llavero maravilloso
que franquea las puertas
de la máquina y contacta con la furia del motor,
el paseo del brazo de una
persona que es un desconocido y a la que se acabará odiando
con saña y con
abundantes motivos, con pelos y señales.
Cuánta paz da la
sociabilidad bien entendida, la pertenencia al clan,
la imagen cercana y
fiable, la posición clara, firme, la ilusión de una idea compartida...
Al fin y al cabo, la
estupidez es gloria bendita para el estúpido,
el ripio, poesía para el
necio.
Lo importante es llevar
la bandera bien visible en la solapa, en la frente y en las manos,
el letrero que informa
de que se han abandonado los sueños y se ha madurado
como un fruto seco. Lo
necesario es no exponer jamás un pensamiento consciente,
particular, guardar las
formas del pensamiento también a los allegados,
ser astuto con los
parientes y amigos,
comportarse con un falso
Filifor forrado no de niño sino de adulto sin costuras,
de adulto consecuente,
nada literario, escasamente poético, nada poético
y menos relacionado con
la marea artística o revolucionaria.
Qué alivio proporciona
la renuncia completa a una vida azarosa, la asunción precisa
de los medios y los
fines, el regreso a un pecado estable, asumible por los sacerdotes
y los potentados, por
los tenderos y la policía. Qué sedación espiritual
brinda el saludo
confianzudo del camarero, que encarna la secular campechanía
del pueblo al que se
pertenece; la broma rápida que se intercambia con el dueño
de la charcutería, ¡cómo
reafirma en las convicciones más inferiores y estólidas!
Se pasa la película,
persiste el afán, el espejismo de haber sido y haber hecho,
llegan los títulos de
crédito y muchos sonríen con suficiencia, indolentes,
su insolvencia
constituye para ellos un misterio que ya no tendrán tiempo de desvelar,
es como una sospecha
indefinible, un reactivo, la vocecita que les sopla
al oído que no, que no era
así, que no era suficiente,
que no hacía falta ese
despliegue de egoísmo y suspicacia,
que bastaba una pizca de
locura, un atisbo de genio, un conato de amor inconfesable.
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