leyendo
un libro de autoengaño
No
se rinde el nuevo enamorado. Pelea por cada metro de sol.
No
ha salido de la fábrica y ya siente la tibieza, repentino contacto,
el secreto
coraje del futuro con su color azul celeste astillando la coraza del cielo.
Él,
que tiene su amor hasta en los días de tormenta, tiene un amor que pasa
de
largo por la calle, un amor que saluda a los escaparates con los ojos abiertos
y le
olvida en el restaurante, un amor que le olvida todo el tiempo del mundo.
El
nuevo enamorado tiene una mujer de compañía que le acompaña al cine
por
las tardes y por las noches hace la colada y espera fumando un cigarrillo,
una chica
preciosa que no sabe cocinar.
Ni
siquiera.
Una
mentira piadosa que cuenta en el trabajo.
Algunos
le preguntan el nombre de su amiga y él quisiera decirles que Kajol,
porque
la vio en el cine y le gustó su nombre tan redondo y feliz,
porque
su cuerpo traspasaba la pantalla y decía
te
quiero con las manos rebeldes y pinchaba un poco su corazón
con
aquellos labios anegados en lluvia,
aquellos
pies iluminados con esmeraldas bellas,
pero
miente y apenas balbucea la rosa de Rosario
y ya
se agranda su pecho como un acordeón
imaginando
el vértigo de la sonrisa, el pelo, la suavidad tan femenina
de
las piernas, el brillo.
En efecto, es un hombre afortunado: su voz es una voz inmaculada,
que
parece perdida en una nube muy alta, tallada por un ángel presumido
y
terrible, delicada y agónica, triste y tan dulce que redondea los ayes,
detecta
la ilusión y la llena de besos naturales como notas de lluvia.
Una
voz que posee para envidia del trueno y de la música,
una
pequeña voz que nadie escucha, que apenas canta su derrota constante,
su
inservible belleza de orfeón, su cuerpo inútil, débil,
ensimismado.
ídolo
El
nuevo enamorado se enamoró una vez de una chica corriente
cuya
hermosura hacía temblar los edificios de la calle
e
interrumpía el tráfico. Sin duda, era la chica más hermosa
con
la que jamás había soñado, tan real como la cadena de montaje,
tan
real como un sábado por la mañana haciendo cola en el supermercado.
Ella
le miraba por encima de la frente y veía un firmamento público,
miraba
al suelo y no veía la transparencia del abismo,
sino
la felicidad completa que persiguen los corazones rotos.
Se
la encontraba en el cine, en la fila de atrás o delante de él con su alto
cabello
ocultando
el mural de la pantalla; la veía en el trabajo, manejando el torno
con
soltura y fuerza, o desordenando los escaparates de las tiendas de moda,
desnudando
maniquíes, descalza y con una sonrisa pícara en el rostro
y
podía observarla sentada en un banco del parque mientras la luz
conectaba
su aliento con la imperceptible huella de los árboles.
También
se topaba con ella a la vuelta de la esquina,
o la
sorprendía esquivando la mole de la iglesia con infinito tacto,
en
el museo abierto hasta el anochecer: ella entre los retratos de su vida.
Imaginar
su rostro tan enérgico, era su forma de tenerla presente;
y
era tan fácil verla salir por la televisión, protagonista de una serie de
éxito,
como
escuchar su voz de aguja en la frecuencia modulada del despertador.
asombramiento
y cierre
Creyó
que con su voz sería suficiente para un amor de paso.
estaba
convencido de que su amor sería suficiente, todo su amor eterno,
de
que su alma resplandecería por encima de la niebla impura
que
cubre la materia. Él se conformaría con un sueño romántico,
con
un acto de fe, una palabra musitada más allá del silencio,
una
sonrisa tímida y de soslayo bajo el espejo azul de la mirada
y
ella le ofrecería un beso sin usar con la tranquilidad absoluta
de
su cuerpo en llamas girando en un remolino inocente y salvaje.
Pero
solo acudió la sombra ingrata arrastrando un sinfín de cadenas
que
acallaron sus gritos, la sombra de dos metros que velaba su acento
y
practicaba rectángulos de noche a su espalda,
solo
a su encuentro la superficie gris de un cuarto oscuro
y
las sábanas sucias de un camastro hecho a la medida del olvido.
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