Entonces
se escucha el sonido comestible de una guitarra eléctrica,
su
sabor es el ácido, solo un deje a Lou Reed,
un
recorrido animal, y sobrehumano.
El
micropunto negro liquida la realidad
de
un brochazo. El mundo se descompone
en
sus elementales, las casas se desnudan, revelan su andamiaje,
su estructura que
crece a ojos vistas y se levanta en brazos de la roca;
los
muros alcanzan (rectifican) su altura específica,
los
tejados vuelven a caer del cielo.
El
sonido es tangible, oncea, gravita, deforma las zonas a su alrededor,
crea
un mínimo seno en la urdimbre espacial por el que deserta
un
reguero de vida, un riachuelo de lágrimas
cómicas
y simples.
La
risa se revienta y reinventa,
como
un nuevo gesto, se opone al absurdo comportamiento habitual;
las
manos son nuevas y hasta la piel refleja
otro
modo de estar ante el espejo, otra forma de ser para uno mismo.
A
veces el misterio es una sociedad histérica,
una
comedia que viene del estómago y estalla en la boca de la persona equivocada.
El
chico se ríe tanto que asusta a la niña que pasea vestida de domingo.
Al
chico le hace gracia el tiempo y permanece estático sonriendo sin prisa.
Al
parecer, el trayecto hace visible la fragilidad del elegido
(en
tanto se trata de un viaje sin retorno),
como
es natural.
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