De pie
en el parque, o tumbadas en la hierba manchada de rojo,
acústica,
bajo una nube fácil.
Las
chicas tumbadas en la hierba fumando
una
selección de tabacos salvajes.
El
perro de aquel hombre es silueta, lejanía: sonido y basta;
puede
llegar corriendo, puede acercarse un poco, morder.
El
parque absorbe los malos humores y los transforma en claridad.
constante
no derivada del sol sino, al contrario, forjada por la noche
oscura,
intermitente.
Corren
los insectos por piernas y brazos, mínimos senderos, se esconden
en los
poros, ácaros de azarosa existencia, rompen a cantar
como
cigarras vueltas a la vida,
chinchan.
La
hierba dan ganas de fumársela toda partiendo de su aroma
hasta
el final del disco. Rulando las chicharras.
En la
sonrisa está el epicentro del viaje, la salida por la izquierda,
la vía
elocuente que conduce al cuarto piso del conocimiento.
Moviéndose
una nube. El perro que olisquea frenéticamente,
el aire
que revienta de humedad y espíritu.
Las
chicas hablan con sus voces de humo, haciendo sus señales de humo,
y el
horizonte se mueve como si fuese un altiplano líquido.
Cuando
más sombra hay, el árbol deja caer una hoja semejante
al
corazón que brota de la rosa y se despide.
La
música flota con el polen y los nudos de luz. Se advierte una subversión
acelerada
del orden establecido por la máquina del tiempo.
Ellas
manejan el tiempo con levedad y buen gusto,
todavía
no buscan un lugar tranquilo donde vivir sin miedo
ni
reflejan la seriedad corrupta de la madurez insensible.
Es tan
romántico el parque con su música estéreo y sus perros de atrezo,
con sus
chinches románticas en medio del parqué, moviéndose frenéticamente
al
ritmo de una balsa de aceite, con el humo tan fuerte
como la
fórmula del gas mostaza, el núcleo del incendio,
la
cuenta atrás del viejo paraíso.
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