Sobre
la roca negra, proyectaba la noche su viscoso abismo
con
descollante pericia, rumor de fantasía;
nubes
verticales diseñaban un caos retrógrado,
arañaban
el limbo recién descubierto por la oscuridad.
La oscuridad argumentaba falsos
recipientes, adoptaba secretos
y los
ponía de rodillas en un suelo de grava de cara a la pared pintada de amarillo.
La puerta
pintada de amarillo simbolizaba un mundo en armonía con el mundo.
Nada
que perdonar, tal vez un crimen más que suficiente,
una
intuición hacia el desastre.
Los niños eran los que veían a dios.
Miraba
el niño las alas de dios y dijo: tú no
eres dios.
Y ella
sonreía y sonrió, y volaba despacio hasta la orilla del río con un ala rota
por la
fiebre.
Entonces fue dios quien construyó el
abismo con metódica destreza
e instaló su industria en el arroyo.
Y miraba de frente a los ojos de sus
enemigos.
La
noche robaba el aliento de la hierba o rescataba un soplo de aire fresco,
argumentaba
su enojoso diario lleno de falsedades sin retorno;
dentro -en
tanto oscuro- reinaba el caos vertical de las nubes mojadas,
la
soledad imperativa de quien conoce la verdad a su modo reticente
y es
capaz de callar para siempre por una palabra de menos.
Había
un escritor mirando a su pasado y un obrero que observaba con creciente
malestar
los
andamios regulares y las herramientas que esperaban su fuerza de trabajo.
En el fondo,
el viento circulaba como un insecto de nueva creación.
El
obrero era un dios -cooperativo y todopoderoso- que manejaba el toro
por los
almacenes desiertos, naves en tierra; cargaba y descargaba pilas de odio,
toneladas
métricas de literatura socialista, carros de perdón.
Era de
noche y todo funcionaba sin motor (también los ángeles montados en sus grúas).
Un
ángel enorme apenas podía verse a través del humo de las chimeneas,
sus
manos como sierras cortando el horizonte,
su alma, una manera de pensar.
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