Detonaba
el papel su silencio infinito, su blanca inteligencia
algo
animal, tan lúcida.
En la página rota convergen todas las palabras,
en
todos los idiomas. El papel dice adiós con la hoja extendida,
aleteando
su perfil de viento,
ofrece
su bienvenida húmeda a la historia,
su
pistola de plata a la ciudad sin nombre.
Abarca
entre sus márgenes cósmicos una dilatada extensión de espacio
que
fluctúa y se aleja de la consciencia a mil versos por segundo,
a cien
mil revoluciones por olvido.
El verso
microscópico actúa como un astro valeroso,
refulge
y lanza un SOS de barro a la pantalla o el lienzo.
Si
agitas el papel saltan los versos, caen el suelo como olivas vareadas.
Es un
fenómeno cuántico de creación independiente, generación espontánea,
sin
intervención humana, sin humanidad, producido maquinal y esotéricamente,
sin
necesidades abusivas. Hay un ardor profético que avanza
y se
mimetiza, descuartiza los sentimientos que se sienten del revés a veces,
se
monta tanto, alcanza una reválida. Vale.
De la
página en blanco surge un entusiasmo sin tilde. El gobierno lo sabe
y trata
de prohibir la desnudez del documento, que de frío tirita sus verdades,
que
sale guerrillero y se confabula con los discursos heroicos.
El
papel es un trámite del corazón, un beso adocenado;
sonríe
y salva la jornada, recoge los frutos del tráfico febril,
los
insultos en inglés, la maravillosa esencia del hip-hop, el martilleo del bajo,
¡es
ritmo! El papel traza un ritmo doloroso que se acerca y golpea.
Es un
libro dañino, irreverente, una biblia sagrada hecha de voz
y
espanto, una broma que hace gracia por la espalda.
Como el
papel que habla por los codos, existe otro que calla incluso en presencia
del
amor. Porque el amor siempre tiene algo que callar hasta la muerte,
siempre
tiene algo que decir de pronto,
por
sorpresa y para la eternidad.
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