martes, 8 de julio de 2014

otra vez hace mil años


Otra vez ayer. Cuerpo a tierra el cuerpo del poema. La sepultura con su calavera en el centro,
todo igual que hace mil años, la misma entrega, el mismo rictus antes de morir.
El poema expía su fracaso rotundo, se inmola en el altar del pánico, apura el cáliz equivocado;
su falsedad estriba en la belleza adherida a su esqueleto rítmico que no se comporta como debe,
que sale por las noches y se arruina y se vende por una sinecura bastarda. La belleza que brilla
por compasión, no por orgullo, se va desvaneciendo entre sombras arriesgadas. Y el poeta
que no encuentra su definitiva Musa y vaga por los parques retorciéndose las manos, la frente
perlada de sudor, escuchando a los árboles que musitan su legado, cierran la voz.

La voz fue estrepitosa pero ahora se ve respaldada por un tronco de silencio que asciende vertical
y ensimismado, que se dobla como un junco en la tormenta cuando elude el trueno y deposita
blandas hojas en la superficie. El poema hecho un nudo de alquitrán, partido en dos el labio,
¡cuánta sangre!

Otra vez mañana. Intransigente. El futuro adecuado a la sazón. El porvenir sin bestia agazapada,
sin temblor, solo un poco de lluvia: y ya. El poema sin pluma capaz de sumergir el tono y renacer,
sin puño y letra, de hinojos ante el retablo hermosísimo del arte (abstracto, por supuesto), nada nuevo,
qué poco equilibrado en el andamio que ha de recorrer, en esta cuerda floja de la vida.
Porque parque hay. Una muchacha que lee un libro sin ganas o con gran atención si se fija en las palabras,
retrocede unas líneas atrás y vuelve a darse por vencida en un instante violento;
es ella la que ha entendido el verso contra todo pronóstico y lo recita en su mente limpia y así que lo abrillanta
y lo conduce a un estadio glorioso, pulcro. No es que no haya sangre ensuciando la secuencia,
pero no se ve, fluye pero por debajo del agua, una corriente de aire a tantos kilómetros de altura,
la nube y su volumen inaudito, ¡cúmulo ensangrentado!, forjada con fragmentos de horizonte y ocaso,
dividida en rombos por la aurora.

La Musa ya no es bastante arrebatada, no se abandona por completo, ha renunciado al laberinto
desde que no se puede hurgar por los rincones del espacio y no puede entrever las dimensiones,
la distancia entre un corazón y su perfidia, la velocidad a la que un alma llega a caer en el abismo,
pierde la cordura y se envenena. El poema se mueve como un gato, del principio erizado
al final que no se alcanza. Todavía arde el fuego del amor con su llama genérica, progresa
hacia una solución vertiginosa: lo de siempre. El sol dice que no, que no habrá beso, que no tendrá
misericordia el recuerdo acelerado de aquella triste fábula que no llegó a ocurrir pero es leyenda.

Fiel a qué historia, el poeta agrava su dolencia, su acedia de significado, nubla su carencia. Ha sentido
el calor, ha visto un sucio canal de luz en la frontera, y una lágrima. Claro que ha derramado una lágrima
por ese cielo que nunca ha sido suficientemente azul.

A pesar de los años (que saben demasiado), se ve lozano el verso, sin llagas en la frente ni heridas
en las manos cubiertas de barro. Es un superviviente, su imagen nata, su efecto neto. En la televisión
se oyen explosiones que vienen del otro lado del planeta y el verso las adopta y las comparte sin náuseas,
acota sus preocupaciones. La chica no es una desconocida, es tan famosa como un milagro,
su rostro acoge más fines de milenio, la tradición y la honra, la furia contenida de un millón de siglos
aún vivos en la memoria del tiempo, la belleza crepuscular de la galaxia, la fácil complexión de un átomo.
Como la piel de sus labios que se llama carmín y está en la hoguera, crepita y muerde loca.
Es un fulgor el malva que agradece la forma de su pecho, la suavidad gigante combada en su cadera,
el retorno del cuello a la deriva en flor.

Otra vez ahora... Los superhéroes preguntan qué hora es: se les hace tarde para salvar el mundo.
La pequeña Musa es un regalo de los dioses, que ya han puesto el mantel para cenar. La cena de los dioses
es báquica, sulfúrica, telúrica no. La muchacha absorbe luz por el cabello que resplandece y recita un doble
sentido, versifica con cuidado y autoridad profética. Nadie como un poeta para errar el tiro,
para asfixiar el verso entre los brazos torpes como aspas de molino, nadie tan grotesco.
El verso es que no cesa de dejarse amor en el tintero. El poema menos mal que ella lo canta,
entregados los ojos al desgaste de la felicidad profana tan desafortunadamente establecida.
Y menos mal que se lo sabe -sabe decir adiós-, que ahora lo canta, lo cita de un tirón como una letanía
o un secreto.




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