Otra
vez ayer. Cuerpo a tierra el cuerpo del poema. La sepultura con su calavera en
el centro,
todo
igual que hace mil años, la misma entrega, el mismo rictus antes de morir.
El
poema expía su fracaso rotundo, se inmola en el altar del pánico, apura el
cáliz equivocado;
su
falsedad estriba en la belleza adherida a su esqueleto rítmico que no se
comporta como debe,
que
sale por las noches y se arruina y se vende por una sinecura bastarda. La
belleza que brilla
por
compasión, no por orgullo, se va desvaneciendo entre sombras arriesgadas. Y el
poeta
que
no encuentra su definitiva Musa y vaga por los parques retorciéndose las manos,
la frente
perlada
de sudor, escuchando a los árboles que musitan su legado, cierran la voz.
La
voz fue estrepitosa pero ahora se ve respaldada por un tronco de silencio que
asciende vertical
y
ensimismado, que se dobla como un junco en la tormenta cuando elude el trueno y
deposita
blandas
hojas en la superficie. El poema hecho un nudo de alquitrán, partido en dos el
labio,
¡cuánta
sangre!
Otra
vez mañana. Intransigente. El futuro adecuado a la sazón. El porvenir sin
bestia agazapada,
sin
temblor, solo un poco de lluvia: y ya. El poema sin pluma capaz de sumergir el
tono y renacer,
sin
puño y letra, de hinojos ante el retablo hermosísimo del arte (abstracto, por supuesto),
nada nuevo,
qué
poco equilibrado en el andamio que ha de recorrer, en esta cuerda floja de la
vida.
Porque
parque hay. Una muchacha que lee un libro sin ganas o con gran atención si se
fija en las palabras,
retrocede
unas líneas atrás y vuelve a darse por vencida en un instante violento;
es ella
la que ha entendido el verso contra todo pronóstico y lo recita en su mente
limpia y así que lo abrillanta
y lo
conduce a un estadio glorioso, pulcro. No es que no haya sangre ensuciando la
secuencia,
pero
no se ve, fluye pero por debajo del agua, una corriente de aire a tantos
kilómetros de altura,
la
nube y su volumen inaudito, ¡cúmulo ensangrentado!, forjada con fragmentos de
horizonte y ocaso,
dividida
en rombos por la aurora.
La
Musa ya no es bastante arrebatada, no se abandona por completo, ha renunciado
al laberinto
desde
que no se puede hurgar por los rincones del espacio y no puede entrever las
dimensiones,
la
distancia entre un corazón y su perfidia, la velocidad a la que un alma llega a
caer en el abismo,
pierde
la cordura y se envenena. El poema se mueve como un gato, del principio erizado
al
final que no se alcanza. Todavía arde el fuego del amor con su llama genérica,
progresa
hacia
una solución vertiginosa: lo de siempre. El sol dice que no, que no habrá beso,
que no tendrá
misericordia
el recuerdo acelerado de aquella triste fábula que no llegó a ocurrir pero es
leyenda.
Fiel
a qué historia, el poeta agrava su dolencia, su acedia de significado, nubla su
carencia. Ha sentido
el
calor, ha visto un sucio canal de luz en la frontera, y una lágrima. Claro que
ha derramado una lágrima
por
ese cielo que nunca ha sido suficientemente azul.
A
pesar de los años (que saben demasiado), se ve lozano el verso, sin llagas en
la frente ni heridas
en
las manos cubiertas de barro. Es un superviviente, su imagen nata, su efecto
neto. En la televisión
se
oyen explosiones que vienen del otro lado del planeta y el verso las adopta y
las comparte sin náuseas,
acota
sus preocupaciones. La chica no es una desconocida, es tan famosa como un
milagro,
su
rostro acoge más fines de milenio, la tradición y la honra, la furia contenida
de un millón de siglos
aún
vivos en la memoria del tiempo, la belleza crepuscular de la galaxia, la fácil
complexión de un átomo.
Como
la piel de sus labios que se llama carmín y está en la hoguera, crepita y
muerde loca.
Es un
fulgor el malva que agradece la forma de su pecho, la suavidad gigante combada
en su cadera,
el
retorno del cuello a la deriva en flor.
Otra
vez ahora... Los superhéroes preguntan qué hora es: se les hace tarde para
salvar el mundo.
La
pequeña Musa es un regalo de los dioses, que ya han puesto el mantel para
cenar. La cena de los dioses
es báquica,
sulfúrica, telúrica no. La muchacha absorbe luz por el cabello que resplandece
y recita un doble
sentido,
versifica con cuidado y autoridad profética. Nadie como un poeta para errar el
tiro,
para
asfixiar el verso entre los brazos torpes como aspas de molino, nadie tan
grotesco.
El
verso es que no cesa de dejarse amor en el tintero. El poema menos mal que ella
lo canta,
entregados
los ojos al desgaste de la felicidad profana tan desafortunadamente
establecida.
Y
menos mal que se lo sabe -sabe decir adiós-, que ahora lo canta, lo cita de un
tirón como una letanía
o un
secreto.
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