No era preciso ser bella y melancólica. Pero lo era. Su
sangre era tan azul como un río de flores.
Estos ríos esotéricos caben en la magia de las historias
antiguas que se cuentan al rumor de la sombra,
entran de lleno en la categoría de los cuentos leves,
inéditos, para niños que lo fueron una vez.
La historia explica la grandeza de la corte, el brillo
corsario de la corona en llamas, el fulgor que el cetro
arroja sobre el patio de armas. Desde el púlpito nadie
arengaba a los caballeros sino un duende,
que lo hacía en su propia lengua diminutiva y silvestre.
Las corazas destellaban bajo el sol oriental
o las lanzas meditaban su intención futura. Desde los
balcones, algunas damas recordaban el último sueño:
un cielo recto y vertical gobernando la tarde, las nubes
enredadas en su aroma de tormenta,
pestañas contra el horizonte. La Princesa bebía su
nostalgia en una copa plateada con adornos preciosos.
Oh, la memoria de sabor explosivo, la seda dividida en la
frente, los árboles coincidentes con la brisa,
la constancia suprema. La levedad de una sonrisa que se
pierde entre los labios buscando la palabra exacta,
la que no daña, no duele, no se puede escribir en la
pared. Hay un tramo de luz que no descansa nunca,
ni siquiera a las doce, una fiesta que no entiende de
campanas ni se concede un baile. Estaba para el baile
con un vestido épico, la heroína perfecta, líder de una
compañía de sirenas, maga disciplinada, suave
como una pantera. El baile no empezaba ni venía a parar;
la orquesta había anunciado su pericia
con portentoso encanto y determinación, llevaba a cabo un
sesgo romántico y ensayaba los bises de rigor.
Estamos en el parque y todo suena eléctrico. El humo que
se eleva en columnas atrofiadas y densas,
la sangre que hierve en las rodillas dilatadas; el
movimiento es como un suspiro, va y viene, se rompe
y se compone sin apelar al significado. Los chicos se dan
la mano, se abrazan, intercambian besos,
bolsas y regalos, cambian de voz con suma facilidad y se
protegen de la poesía que ronda por ahí.
Un poema del bosque intenta secuestrar a una muchacha
descarriada, lanza eternos dardos
que penetran por su boca interesante, la coloca unos
zapatos de claqué para que aprenda a confiar
en su equilibrio, una corbata al cuello para que no
olvide su belleza. La realidad se funde con el tiempo
y origina una secuencia que no tiene final: el humo que
no tiene final, el parque que no tiene final,
no finalizan las rodillas ni los labios, ni las sonrisas
se terminan, ni concluyen los besos. Solo la droga
se consume deprisa y, como siempre, se acaba. Las manos
crean lluvia al aplaudir, un chaparrón intacto
que cala lo justo y a traición. Los chicos se han mojado
de la cabeza a los pies y se divierten. En ese instante,
nadie les ama lo más mínimo. Todavía nadie ama. El amor
es tan cargante, es una cláusula, algo privado,
algo que no se tiene que entender hasta después. Es como
si pasase por delante de la fiesta
un cortejo fúnebre con músicos de New Orleans haciendo su
comedia.
La Princesa representa. Posee argumentos flexibles, el
primero de ellos reposa en sus ojos tristes
como lienzos pintados de infinito. En su cabello, un
molde curvilíneo, una necesidad de simetría incompleta,
el bucle leonado que mejora sus expectativas y se otorga
un destino caprichoso. Cuando su discurso
toma vuelo y estructura, el reino se levanta, renace el
fénix, fingen los dragones su extinción premeditada.
Los caballeros compiten por un beso, arrogantes y
dispuestos. Afinan su lira los poetas para ponerle nombre
a la hermosura antes de que se rinda a su genealogía rítmica.
Los poetas abordan un problema tras otro,
un poema tras otro, sin compasión; fingen un amor de
vacaciones, dibujan un amor para turistas,
un puente sobre el Sena. De nuevo una trompeta se
confabula con el arte en la base del éxito.
Están los versos que no saben nadar, los que simulan
estilo con indiferencia o yerran a propósito,
los que se hunden hasta el fondo de la vida. Y la
Princesa investiga una rima que ha escuchado por casualidad
en el jardín secreto de palacio, donde se agranda el
laberinto y los setos tienen forma de mazapán. La rima
causa enojo, malhablada, es el nuevo canto que sustituye
al himno y lo supera en armonía y sentido.
Oh, nota contemplativa, filtrada entre los sauces y las
pérgolas, al arrullo de los rayos sumarios del estío,
sujeta a la ondulada superficie del estanque, en las alas
viajeras de una mariposa sostenida en vilo por la bruma.
Azealia fuma y se resiste a claudicar, no da su brazo a
torcer frente los patriarcas que aquí son ávidos ladrones.
De su boca no salen promesas ni sus ojos conceden
esperanza. Nadie va a quitarle su amor, nadie va a restar
un ápice de poesía a su balada que fluye como el ansia,
demasiado pendiente de su alquimia. Ella que ha besado
tanto y ha soñado con mares interiores y delfines
probables, no concibe otra suerte que la del trabajo
ni acepta otra política que la de su conciencia. Quien
vaya a criticarla ha de saber que aspira al desarraigo
y se juega el espacio y la materia: puede caer en el
olvido. Porque ella, que produce una góndola de llanto,
divaga por un tramo aéreo solo a la vista de las Musas,
no rinde cuentas sino ante la divina potestad de ser.
Aquella tarde amarga que derramaba el
cielo,
ella desvanecida sobre su piel de rosa,
no era la noche oscura más negra que su
pelo
ni era la luz del alba más hermosa.
Su corazón latía de sangre a
borbotones,
sus labios se bebían la tinta del ocaso
y el brillo de sus ojos rompía
corazones
y desarmaba estrellas a su paso.
Los árboles guardaban un silencio
piadoso,
el viento se domaba, el río iba
despacio
y la tierra giraba como un cuerpo en
reposo
que estuviera perdido en el espacio.
Las nubes se apuraban al pie del
horizonte,
el aire transparente de noche se vestía
el zorro vigilaba la soledad del monte,
mientras la sombra tímida crecía.
Ella restablecida sobre su piel de
plata,
bebiéndose una lluvia de sol
ensangrentado,
los labios encendidos donde la luz los ata
y el deseo palpita desatado.
Aquella tarde el tiempo de pronto se
detuvo,
las manos se alargaron, se encogieron
las flores,
y pasaron los años, y entre todos no
hubo
un minuto sin luces de colores.
La princesa ascendía por un cálido
sueño,
en las alas del eco, hacia el cielo
infinito,
los versos resonaban en su alma, sin
dueño,
libres como un final jamás escrito.
Su piel de rosa oscura, luminosa, argentina,
rebosante hasta el pecho de rosado
perfume,
plena desde la frente, donde la flor
culmina,
a la planta lunar que la resume.
Los ojos atrapados en celdas de castigo
por no haber admirado la luz de la
mañana,
absortos en la suya, poético testigo,
más limpia que la otra y más humana.
Y así, cuando llegaron los primeros
destellos,
la primera visión radiante de la luna,
lucieron como estrellas del cielo sus
cabellos
y su alma brilló como ninguna.
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