domingo, 27 de julio de 2014

trascendencia (II)


Yunque, martillo. El rap contaba con su clase obrera, su herramienta física. Su Gloria.
Las muchachas cabalgaban sobre el ritmo que se subían por las paredes. La noche había
fundido en negro la distancia y los sonámbulos dislocaban sus párpados con indolencia y éxtasis.
El sonido en el yunque no atrasaba el reloj, no era exactamente un repicar cansado, sino la fundición
de la obra maestra, la restauración del socialismo en un solo desliz. Qué líder golpeaba con aire
nada débil, los ojos inyectados en cólera como un dios insignificante, las manos traspasadas
por histéricos clavos, un dolor sensato para ponerse mejor.

Ellas se reían. Algo debía de ser. La luz ya se había comparado con el suave temblor de las ramas bajas,
sombras igual que siempre, frutos sin distinción ni hermosura: la luz ya era un recuerdo inevitable.
Un agudo tras otro, sin retorno, sin retoques, la pureza explícita del torrente abandonando su caricia
interesada. Sucede de tarde en tarde, un poco a veces. En el país, no solía acontecer jamás
ese desfile de talento y producción. Amalgama de formas que no existen con tanta pulcritud de estilo.
Una sordera contagiosa en la naturaleza, la epidemia gratuita como una tos dramática.

La música rectangular del choque. Un hervidero absurdo de frases sin sentido, épicas hasta el fondo.
Pero nada. Sin bailar como J, sin abreviaturas dulces. Se echaba en falta, si se echaba en falta,
el ligero balanceo artístico, el ballet improvisado con su técnica escolar, las zapatillas trágicas:
una actuación en directo, sin condiciones.

Era en los bloques donde se partía el corazón de las palabras y el lenguaje corría de boca en boca
ligero y tórrido, entre algodones y basura. La basura figuraba, prendía en los portales,
armaba un cristo en las aceras blindadas de locura. Contra el calor, los perros se azuzaban árboles de copa
y los niños chapuscaban en el agua de los mínimos charcos. A pleno sol era un subterráneo cada día
que no dejaba pasar la claridad, una frontera mísera establecida a base de desconfianza.

Las ruinas oteaban el horizonte, se desenladrillaban a toda velocidad. Traductores voraces
recopilaban datos a su manera estándar, trabajo de calle. Porque el rap voluptuoso se vertía a cataratas
en aquella esquina donde hubo un local abierto cuando el trabajo era diferente al sistema penitenciario
y la policía tenía otras cosas que hacer. Por el humo se sabe, y hacia la columna, el incendio
controlado, iban los muchachos en pos de una sorpresa más. Ellas allí batían palmas y entrechocaban
palmas y todo era un palmario recorrido bajo la tórrida coraza de la tarde, ligando el estribillo de un hit
de los ochenta con un surtido hecho de fábrica en los sótanos del rock.

Allí, rociaban su turno con perfumes de victoria y manejaban el stock de la avenida.
El dolor estaba en casa y la casa duraba una eternidad de asfalto. Todo lo mezclaban con elegancia y vértigo. 
Una bomba latina en medio de la interminable carpa americana. Más allá, el flujo horizontal de las mareas.
Solo en la pista, el verso fuera del poema, un ángel sucio con las manos manchadas de egoísmo.




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