Yunque, martillo. El rap contaba con su clase obrera, su
herramienta física. Su Gloria.
Las muchachas cabalgaban sobre el ritmo que se subían por
las paredes. La noche había
fundido en negro la distancia y los sonámbulos dislocaban
sus párpados con indolencia y éxtasis.
El sonido en el yunque no atrasaba el reloj, no era
exactamente un repicar cansado, sino la fundición
de la obra maestra, la restauración del socialismo en un
solo desliz. Qué líder golpeaba con aire
nada débil, los ojos inyectados en cólera como un dios
insignificante, las manos traspasadas
por histéricos clavos, un dolor sensato para ponerse
mejor.
Ellas se reían. Algo debía de ser. La luz ya se había
comparado con el suave temblor de las ramas bajas,
sombras igual que siempre, frutos sin distinción ni
hermosura: la luz ya era un recuerdo inevitable.
Un agudo tras otro, sin retorno, sin retoques, la pureza
explícita del torrente abandonando su caricia
interesada. Sucede de tarde en tarde, un poco a veces. En
el país, no solía acontecer jamás
ese desfile de talento y producción. Amalgama de formas
que no existen con tanta pulcritud de estilo.
Una sordera contagiosa en la naturaleza, la epidemia
gratuita como una tos dramática.
La música rectangular del choque. Un hervidero absurdo de
frases sin sentido, épicas hasta el fondo.
Pero nada. Sin bailar como J, sin abreviaturas dulces. Se
echaba en falta, si se echaba en falta,
el ligero balanceo artístico, el ballet improvisado con
su técnica escolar, las zapatillas trágicas:
una actuación en directo, sin condiciones.
Era en los bloques donde se partía el corazón de las
palabras y el lenguaje corría de boca en boca
ligero y tórrido, entre algodones y basura. La basura
figuraba, prendía en los portales,
armaba un cristo en las aceras blindadas de locura.
Contra el calor, los perros se azuzaban árboles de copa
y los niños chapuscaban en el agua de los mínimos
charcos. A pleno sol era un subterráneo cada día
que no dejaba pasar la claridad, una frontera mísera
establecida a base de desconfianza.
Las ruinas oteaban el horizonte, se desenladrillaban a
toda velocidad. Traductores voraces
recopilaban datos a su manera estándar, trabajo de calle.
Porque el rap voluptuoso se vertía a cataratas
en aquella esquina donde hubo un local abierto cuando el
trabajo era diferente al sistema penitenciario
y la policía tenía otras cosas que hacer. Por el humo se
sabe, y hacia la columna, el incendio
controlado, iban los muchachos en pos de una sorpresa
más. Ellas allí batían palmas y entrechocaban
palmas y todo era un palmario recorrido bajo la tórrida
coraza de la tarde, ligando el estribillo de un hit
de los ochenta con un surtido hecho de fábrica en los
sótanos del rock.
Allí, rociaban su turno con perfumes de victoria y
manejaban el stock de la avenida.
El dolor estaba en casa y la casa duraba una eternidad de
asfalto. Todo lo mezclaban con elegancia y vértigo.
Una bomba latina en medio de la interminable carpa americana. Más allá, el flujo horizontal de las mareas.
Una bomba latina en medio de la interminable carpa americana. Más allá, el flujo horizontal de las mareas.
Solo en la pista, el verso fuera del poema, un ángel
sucio con las manos manchadas de egoísmo.
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