a Nadine
Gordimer (1923 - 2014), con admiración y afecto
Algunos sueños fueron crueles, de una crueldad política.
La gente escuchaba tanta música
que se olvidaba de comer. No fue así. La gente no tenía preferencias
musicales, a la gente le daba igual.
Llegó el momento en que no había cantantes reales. Todo
era una mezcla, borrón y cuenta nueva en la pantalla.
No hubo lamentaciones en los muros habilitados para ello.
Los chicos ya no se sabían canciones,
ni los solos de guitarra incendiaban el aire.
Hasta que ella compuso su tema deprimente del que las
multinacionales ni se percataron. Nadie
tuvo a bien, nadie descubrió la melodía pegadiza, la voz
atenazada y sin embargo al sol, y sin embargo guapa,
disimulando un cigarrillo detrás de otro, un trago de
ginebra pegado a la garganta.
Ella vacilaba y seguía el ritmo con la punta del pie; su
perro tampoco comenzaba a bailar.
Pero alguien era todo oídos para el músculo batido en los
altavoces del bar casi cerrado. Alguien refrendaba
la onda y la mascaba como si fuera un chicle sabor a
marihuana; los pantalones anchos a punto de caerse,
la visera de béisbol hacia un lado, un hombre hecho y
derecho sin oficio, otro extraño en la parada del bus.
La muchacha que leía a Mr. Blue y llevaba un crucifijo
solo para despistar. Hierro en vez de oro, hierro
en todas partes, el acero punzante, los ojos claveteados
y fieros. Una expresión acaso dulce en la mirada,
en contraste con el alma puesta en fila, en danza, rematada.
Un alma de frente y de perfil, candidata al fuego
si no a la redención inmediata. De qué raza. Ella era
morena y es bastante. Su pelo era un presagio,
una forma. Su piel sucedía de pronto, un acontecimiento
ligeramente superior al estallido de una supernova
en la esquina del universo con ninguna parte.
La canción garantizaba un punto de dolor, una
reivindicación. Sonaba un rato a Nas debajo del agua,
debajo de la cama, a Nas debajo del soul. La gente ahora
se entusiasmaba, ora batía palmas, vítores
e incidencias, altercados que se producían sin víctimas
ni disparos de ametralladora.
Los chavales iban al concierto desarmados y felices a
encauzar su protesta interminable.
A precio extravagante se vendían los cedés piratas a buen
ritmo. La letra era un topetazo, una fractura,
reiniciaba los sentidos, colonizaba la conciencia. Trepaba
filantrópica por el bolsillo de las madres desahuciadas,
de los niños que caminaban rápido hasta el colegio en
ruinas, de la gente que fumaba
picadura a la puerta del comedor social. Triunfaba la
batería y su victoria era la base del éxito;
un clásico para empezar a soñar despiertos con la
vorágine de la justicia, la sintonía de la templanza.
De este modo, florecían las asambleas en los
polideportivos abandonados.
Avanzaba una sonrisa general, nada perfecta, pero hermosa
como una manzana del paraíso.
Muchísimas gracias, Maribel. El caracol es muy bonito. Feliz verano y un beso.
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