En la página hay un blanco criminal. Son muchos años de
blanco, apaisados todos, juntos ahí.
La mosca es como el cursor, malandrea por el brillo, el
tapiz resulta tan atractivo. La mosca es más grande
que el cursor, y más obscena. Raro monstruo si fuese de
otro tamaño. En Hiroshima, las moscas
complicaban las heridas: la ciudad era una herida
descomunal donde una enorme
mosca se reproducía. Larvas y calor. Por la página no es
que salga el pus. Segrega, eso sí, un idioma
parpadeante, en borrador, a punto de ser archivado por
siempre jamás. Archívese el amor.
El amor tartamudea y se desquita. Sobre la página no es
voluble ni muestra sus poderes como un cardenal,
se resguarda al cabo de la hoguera y no dice ni mu. Sepan
que una sola mosca podría
arruinar un gran amor con su insistencia. Los nervios del
amor a flor de piel. Y la flor prefiere a las abejas
laboriosas y atléticas, aun en peligro de extinción. Las
abejas se asocian con el prisma vernal, la meca del color.
A mansalva hay escritores con historias bíblicas,
inusitadas; toda una vida imaginando para el día D,
la hora H de la inspiración. Están por todas partes, su
ubicuidad abruma. Parece mentira
que haya tanto que contar. Son cuestiones de estilo, por
supuesto. Retórica ambiente. Alta escuela,
deseos de epatar al personal académico, de sobresalir,
preponderar y darse ínfulas, ínsulas cervantinas.
Todos en su ínsula tirándole los tejos a la Musa, que se
revuelve y se resuelve en líneas de acción.
Empezar una novela es un acto de fe. Los no creyentes
tienen un problema irresoluble en esa tesitura:
deben creer. En realidad, cualquiera tiene sus creencias,
crédulos a ciencia cierta.
Es necesario contar con una mente a la que salta, una
mente polifacética y parlante, la doble-mente
doblemente cáustica. Los escritores son pequeños
saltamontes sobre una superficie esdrújula (o así).
Nunca atrapan la moneda, ya les vale. Se encomiendan a
Shakespeare, a Faulkner, al éxito.
Es la erótica de la culminación, el misterio hecho carne,
abierto en canal, el verbo dado de sí, a paletadas,
palabras que pesan lo suyo en la balanza bien trucada de
la justicia editorial.
Sin embargo, el poema es otro cantar. Que se escabulle.
Los encontrarán sesudos, maquiavélicos también,
introspectivos de narices, profundos hasta decir basta de
cavar a pico y pala en la dura tierra polivalente.
A veces te pones perdido escribiendo un poema. No se
puede llevar más barro en los zapatos
y es tan difícil
caminar. No ya hacer camino. Caminar es un clamor universal, una sentencia
lapidaria.
Lo normal, lo justo es hacerlo con una piedra atravesada
en el zapato tieso de charol. Que luzca, pero que duela.
El poema se lo monta él solo. O nadie. Cuántos escritores
han caído, cuántos se han estrellado con su auto
a cien por hora contra los márgenes del verso. Y otros
han espabilado. Algunos se sacaban el peine
del bolso de atrás del pantalón y se atusaban el pelo
antes de iniciar la rima en falso, una minoría.
Lo triste y habitual es ir rellenando el hueco con
literalidades. Algún monstruo puede venir a colación,
una buena bestia mata el rato. La modestia es crucial:
que parezca un accidente.
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