Parece que estén muertos los ojos de los muertos,
parecen pozos negros de profunda estatura,
henchidos de pureza, huecos de forma pura,
desnudos litorales sin naves en sus puertos.
Qué suavemente hieren los besos de la muerte,
cómo queman sus labios, cuánto pesa su tiara
forjada con metales que nadie sospechara
pudieran condensarse bajo la tierra inerte.
La muerte nos abraza con fuerza de otra clase,
nos lleva a su terreno de eternidad y espanto
y cuenta maravillas del mudo camposanto,
por más que tantos muertos quisieran que callase.
Dos metros hacia dentro la vida yace muerta,
cubierta de gusanos, mordisqueada y sorda.
Una raza de insectos en su desgracia engorda
y una especie de sueño en su interior despierta.
Los ángeles imparten su bendición divina:
recitan de memoria los treinta reyes godos
como espíritus libres que hablasen por los codos
con la voz de su amo (que nunca desafina).
Y los muertos escuchan la voz clara del cielo
desde su confortable refugio abarrotado
y se mesan las barbas y se tiran del pelo
de acuerdo con el cielo y en contra del pecado.
Y se mueren los ojos, y se mueren las manos,
y los pájaros vuelan hacia un sol homicida,
y los días perecen como seres humanos
que lo fueran apenas mientras pierden la vida.
Tienen frío los muertos, se les hielan los huesos,
se les hiela el silencio en los labios de espuma,
y a su gélida ausencia más ausencia se suma,
a sus besos vacíos se les suman más besos.
Cuando el aire se agota porque dios se lo traga,
respirar se convierte en un pérfido juego.
Cuando toda la luz de la noche se apaga
el infierno ilumina la ciudad con su fuego.
Y de noche la muerte vivamente renace,
caudalosa revive como un río de invierno,
trama un sutil enredo, busca su desenlace,
templa su cruda garra al calor del infierno.
Nadie se muere solo, siempre hay alguna sombra
al fondo de algún vaso, pintada en algún muro,
sentada en una silla, debajo de la alfombra,
en las tumbas que el tiempo abre al pie del futuro.
Hasta en las despedidas los muertos son extraños,
dicen adiós sin voz, hablan sin que se entienda,
si les preguntan algo, ellos no sueltan prenda,
guardan silencio a gritos cada quinientos años.
La muerte contamina como el mejor veneno,
termina dulcemente con todo lo que existe,
circula por las venas, ¡un bólido sin freno!,
atropellando el alma que en vano se resiste.
Los ojos de los muertos son nubes procelosas,
un tránsito de cuervos, un fárrago de cruces,
contra su espejo negro la luz se da de bruces,
la fe se desmorona sobre tan altas fosas.
De luto van los besos transidos de la muerte,
de luto sus abrazos escuálidos, de luto
la sangre que marchita su corazón, el fruto
insospechado, amargo de su azarosa suerte.
Mas un verso perdura entre todos los versos,
más allá de los siglos que atónitos se cruzan,
aquel que los más sabios doctores desmenuzan
a través de infinitos y vastos universos.
El que dictan los muertos después de su condena,
después de haberlo visto y haberlo oído todo,
después de haber vivido sus vidas de tal modo
y tras haber labrado los surcos de su pena.
Photography by Trent Parke http://buff.ly/Uqq0pI |
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