Había un hogar. Una casa redonda con su cama redonda, su
chimenea. La casa era tan antigua
que no tenía antena de televisión. Era la casa de otro
siglo, un hogar para el fuego. Las carantoñas
surgían ante la llama que bailoteaba y se dirigía hacia
dónde, casi quemaba, lengua suelta.
De noche eran muchos por ahí, junto al jardín esperaban
su turno ante la puerta cerrada de la mansión,
la taberna con su letrero medio roto y viejo de letras
gastadas. La taberna estaba en casa.
Los padres bebían vino en jarras temblorosas y las hijas
servían la comida en bandejas de plata.
Nada más que una banda que no lo era, un hombre con su violín
y una muchacha rubia que cantaba en silencio.
Pasaban luego entre la gente y se escuchaba el tintineo
de la calderilla, ese sonido agridulce.
Los perros se comían cualquier cosa de un bocado
gigantesco. Luego andaban de fauces
con tanta intervención. Algún misterio ardía y el calor
era un espasmo fértil por el aire, un sorbo
de grasa antes de vomitar. Todos los animales reconocían
su recinto, gallinas, patos, cerdos,
hasta un asno de cara inteligente.
También la ciudad lucía su parada. En la ciudad, los
hombres caminaban pegados a la pared,
muchos en fila india. Por las calles no había combustible
y la gente se hacía cruces, se persignaba
con devoción ritual, hincaba las rodillas, caía de
hinojos ante la farsa de la salvación, un creador informático,
el gran hacker redentor y su obra milagrosa: misiles
contra el poder. Jesucristo estaba de moda
entre los perdedores fieles. Ah, pero el final fue como
todo el mundo sabe.
La chica no había sido raptada todavía y nadie se lo explicaba.
Su belleza no era de andar por casa,
no había antídoto para su mirada. Su hogar decían que en
un edificio faraónico, vacío siempre desde que se fue
el faraón. Una vaharada de dulzura saludaba al visitante:
welcome. Se partían las columnas obsequiosas
y los techos descendían unos milímetros sus frescos
redundantes. Agasajaban las palmas y la música
frecuente -no en aquel momento- significaba un tiempo y
un lugar en otro mundo: ya era suficiente dolor.
Había, pues, un solar. Una escena en el último rincón,
lejos del asfalto, cuando la ciudad se convertía al campo
(una religión monoteísta) y dejaba de adorar a las marcas
comerciales, dejaba de creer en la publicidad.
La tierra estaba húmeda y hasta viva, hasta vivía con su
sangre por las venas, sus seres vivos,
tan hambrientos. Mirabas hacia arriba y el cielo era una
esfera mustia, nubes como centinelas visionarios.
Ella pudo convocar a la tormenta, pero se conformó con una
historia contada en familia,
su familia: la humanidad y el censo maternal de las
estrellas.
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