martes, 23 de julio de 2013

adivinanza


Es una bola rápida.
Un error muy común que se produce es el de considerar la acción
como si fuera, así como si fuera el caso de tomarse la parte, que es el acto,
el hecho fehaciente, por el todo. Y se toma la humedad y el tacto positivo,
la caricia, por el concepto romántico, el concepto del libro, la noción,
la idea milagrosa, y se adopta la física con la intención de tantear
el pensamiento, se asume que en la realización se encuentra
la esencia, en el arrebato se halla el núcleo, lo óptimo y más sano,
se yerra de raíz al añadir el contacto a la ecuación amorosa.

Es un grillo que canta y no se ve, el grillo que interpreta su papel
con el esmero (el arte) de la estrella invitada.
Otro error tan corriente, otro fallo evidente y muy molesto
está en creer, con la creencia absurda de los seres religiosos
capaces de hacer sus necesidades en cualquier templo,
que es posible tenerlo en la punta de la lengua como si se tratase
de una frase elegida, una frase inteligente o célebre o prestada, una cita
famosa de Henry James, si hace al caso, o de algún clásico más clásico,
un proverbio romano, por ejemplo,
el proverbio que todo latino que se precie está en condiciones
de lanzar al viento, que todo español conoce y en cuyas enseñanzas
todo español porfía con ahínco y furia española (el proverbio de moda, que decía:
Fiat justitia, ruat caelum; que significa: Hágase justicia aunque se caiga el cielo).

Es un pájaro térmico.
Este que no canta, se aprisiona, que le ha salido en la garganta un pólipo,
sueña con la jaula y su columpio, con el alpiste como maná caído de la altura,
maná que brota, volandero, intermitente. Es un pájaro que vuela
desde su nido acorazado (de corazón) hasta su recipiente, receptor,
hasta que alguien o algo se interpone en su trayectoria y lo captura,
lo enchirona, lo agarra por los pelos de una sombra eléctrica.
Puede dibujarse con colores de pluma tan brillantes como billetes de curso legal.

Es un ramo (no de rosas).
Pertenece a la naturaleza desde su naturaleza resbaladiza y etérea,
no  puntúa en el ranking de las apariciones, se provee de náusea
para su fin de carrera, es emocionante, emocional, emoticón,
tiende a la magia pues proviene de una hechicería a través de los siglos,
de una alquimia constructora y podadora de metales preciosos,
viene de una colisión estelar, de una cegadora explosión cósmica.
No le pregunten a la rosa, no sabe y no contesta y es muy llevadera esa respuesta,
lo que se ha de decir y nada más que eso. Hay otro desatino muy manido
que relaciona la fragancia con la suavidad, incluso que establece
relación entre la delicadeza del cáliz y la proximidad a que remite el afecto,
la cordialidad mimosa y entregada y el recto devenir del tallo independiente;
pues nada más lejos de la intención, tierna intención, de la ética entrañable,
que la estética roma de los pétalos caídos en desgracia, la variable
inclinación de las flores más graciosas al ostentoso podio y el retablo.

Diremos que, más allá de la convicción popular, inveterado dogma,
a gran distancia del santo credo que profesan los más felices de entre los enamorados,
aquellos que deslizan sus manos bajo algodones de magia
y no contemplan otra idealización diferente a la que inspira el triste imaginario
de sus padres vestidos de domingo para la ocasión previa a todas la bodas,
la realidad advierte de que no es cierta la suposición antigua, hace señales
de humo, suelta cuervos mensajeros e introduce mensajes dentro de las botellas
para que los océanos actúen como heraldos de la verdad,
no es cierto ni palpable que su lugar de reposo sea el mismo desde el que luego ejecuta
el último y preciso acercamiento, más al contrario, su lugar de reposo,
su postura, es la de un consecutivo asombro, una emoción.

Es distinto a la luz de una farola que a la puerta de la fábrica.
No es lo mismo a la entrada del parque, junto al enrejado,
que a la vera de la fuente escondida entre los olmos, adonde hay que saber ir
sin dar más vueltas y hay que conocer el camino. No es igual a las diez de la mañana
que a las doce de la noche, cuando la luna dicta su mareante rebeldía,
su promiscua lección y exige un copioso sacrificio a los amantes coruscos,
una renuncia a los niños perdidos, arropados al calor de sus párvulos camastros,
a los hombres perdidos en la tapa de un libro,
las mujeres que sonríen y simplemente logran dulces muecas de nostalgia.

Habremos de admitir que su sitio es la piel del corazón:
la pista concluyente, la línea de salida es la del pobre corazón.
Aceptaremos que, una vez ha abandonado su pedestal de sangre, una vez ha olvidado
la circulación más rápida y segura, una vez la vida ha pasado a cuchillo su energía,
cercenado su cuello vaporoso y sutil, cuando se ha evaporado su certeza
y el águila ha vuelto a vigilar el hueco de su ausencia, cuando sabios y expertos
han jurado ya en falso por su gran enciclopedia que comienza su ascenso y su aventura,
que se inicia la juerga y la ambrosía se derrama manchando los manteles
y las manos ociosas, entonces, es cuando en verdad desaparece,
deserta y se comporta igual que una partícula indecisa
en busca de la pérfida ranura complaciente,
su tálamo de luz, altar de su egoísmo y su estatura, es entonces
que desiste y ya no persevera ni actúa, ni medita su próxima imprudencia.

Y es un lirio mohoso.
Campesino y crujiente. O en la frescura sólida de la mina que no distingue
estaciones ni sufre el rigor gris de la tormenta. En la sublimación
de la gruta inexplorada que despeja la confusión existente entre la intimidad
y el muestreo estadístico; por esquinas más que por rectas avenidas ,
arriba más que abajo, en el décimo piso mejor que en el primero,
en prosa con mayor vértigo que en verso destemplado, en verso agónico,
verso estúpido y medido en su metro fugitivo tan metropolitano.







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