La historia sigue así:
Hace calor en la ciudad
soñada. El sol reparte paletadas de carbón,
tostadas recién hechas
en su eléctrica corona,
su blanco portaaviones
nuclear.
Desde la parrilla del
verano
el calor es bastante
para purgar el mundo,
que respira entre
súbitos vaivenes, estornuda una montaña inversa.
La enésima avenida es
una herida abierta que sangra pequeñas criaturas
ataviadas con el
uniforme del éxito. En cualquier callejón vibra el asfalto.
El asfalto contagia su
latido al pie de la muchacha
que baila distraído a
pesar del nuevo orden instaurado en las aceras.
Hacia la esquina del
café se brinda una parábola a los forasteros:
un vagabundo que
arrastra su carrito de la compra ofende al personal
con sus calamidades.
El chico transmite una sonrisa oblicua,
habla por un lado de la
boca y jura por sus muertos que la ciudad le mata.
Se produce un espectáculo
granate cuando la policía acude a gran velocidad
al lugar donde se ha
ahorcado un estudiante.
Los perros suelen estar
ahí. La chica con el pie en el autobús
menea el esqueleto y se
comprime con un mohín de júbilo y pereza,
(parece que se sabe la
canción).
El calor hace falta para
salir al paso, para ahuyentar espíritus ancestrales
que prefieren el vaho y
el rechinar de dientes,
la ropa que disfraza la
carne.
El sol a paletadas, a
cruces del tamaño de un eclipse.
En esta orgía negra del
verano
las hélices del tiempo
ventilan secretos de familia,
la voz de un niño
insinúa la soledad del parque.
De vez en cuando, un
brote de miseria por los cuatro costados
disimula la crueldad de
la noche y contrasta con el sereno aporte de la luz;
como siempre, un
alzamiento de bienes públicos en marcha.
Entre líneas,
un chaval con los ojos
de madera y una chica con mucho corazón.
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