¡Oh,
bajo el árbol de Hockney!
-más
profundo que Constable-,
erguido
en la inmensidad de la hierba,
¿qué
seres de otro mundo no habitarán la quietud de su enramada?
Impresionado
hacia su vía ácida, está conforme el árbol
con la
muchacha que burla los secretos (una intrusa),
y se
permite el vuelo de un insecto.
El
árbol en sí ocupa muchos cuadros, contando lianas
y
pequeños brotes. Abundan los colores
en
contraste con la piel que parece un retrato
y es un
rostro minucioso y tan físico
como
aquel contoneo que apreciaban los pájaros
desaparecidos.
La
chica no habla por el móvil. No habla. Permanece
en un
silencio acústico lleno de rigurosos trinos ocultos
que
riman con las sombras. El pincel, en el suelo, fuera de foco,
muestra
su gama lógica, el eco de una risa
desatada
junto al hierro de la fuente,
en
medio de una soledad que no admite impostura,
la
oscuridad en ciernes que investiga la tarde luminosa.
Entre
la rubia profusión del césped, en un inesperado lienzo,
el pie
callado y nada pálido
destaca
por su nueva claridad, la brevedad inexplicable
del
paso que no alcanza a disputarle al tiempo.
El
pintor ha ensayado el camuflaje, y ha desfallecido;
la
muchacha está ahí, bajo el árbol de tronco literario,
su
árbol edificando el prado,
con un
libro entre las manos vacías
y una
expresión ausente, como si estuviera leyendo un cuento
de Tobias
Wolff.
No hay comentarios:
Publicar un comentario