¡Qué
poca fama! En el desierto, apenas retrocede una brizna de luz,
porque
un campo eléctrico salvaje inaugura los rayos
del
amanecer. El amanecer comprende distintas salvas;
la
primera sirve el desayuno en una gastada bandeja de plástico,
la
segunda arroja el agua a la calle desde el tercer piso
(y no
hay una tercera, pero la cuarta es lúgubre).
De
pronto, está en la cama (es su elección) y no despierta, se acuna
momentáneamente.
El despertador chilla un aparato gris,
se
manifiesta entre graznidos horrorosos de otros animales.
Las
campanas molestan a la plebe, horrorizan a la indefensa
cigüeña,
protestan en su idioma medieval.
Aguarda
el cristal. Mientras, el espejo aguarda
su
minuto de gloria, extiende su alfombra persa al denominado ángel ,
prepara
el aura, sueña su culminación y teme
un
estallido, la ruptura de su leve simetría.
¡Qué
poca fama! Ella nunca ha lavado su cuerpo en el agua del río,
que
fluye oscura entre las factorías. El viento
se ha
recogido el pelo y sopla alrededor de la mañana.
Por
tanto, afuera está lloviendo de forma circular,
llueve
una esfera caliente: hoy tampoco se podrá salir.
La casa
duerme porque no ha sucedido ningún sueño de amor,
porque
la noche continúa a pesar de los cántaros de luz
y la
gente se mueve en las tinieblas sin prestar atención a su ceguera,
perros
y gatos que redoblan su esfuerzo.
Ella es
su guardián, su centinela. Por la ventana,
mira
los árboles agradecidos, los automóviles que circulan vacíos
en
esencia. La maravilla de una flor que no se ve.
Podría
ser mejor, acaparar los términos, desfigurar la aurora,
podría
ser eclipse y cegar la potencia del sistema
con su
nítido estilo, humillar a los tibios con una rúbrica amable,
temblarse
y hacer temblar al mundo con la sola energía de una lágrima.
En la
ciudad desierta, las farolas se encienden a su tiempo y es un atardecer sin
alma,
sujeto
a la variable protección del destino.
Bajo la
luna, el espejo es un pozo donde se esconde una estatua de barro
de
belleza deslumbrante.
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