Coronada
por un jilguero,
qué
corona de notas
musicales,
todo lo
blanca...,
nívea
corona de rosas,
heroicas
rosas sonrientes.
Su voz
hasta el extremo de una nube lejana,
viajera
infatigable. Oh, si casi su voz
se
enfada al aferrar el tono,
superando
luminosas trabas numerosas de pérfidos
emprendedores.
Superado
el negocio, la risa se vuelve general y artística,
como
revolucionaria, la risa en boca de una mujer
tan
llena de paz, tan netamente próxima al amor.
Cuando
no es bastante el verbo: hay que decir que no,
que no
es bastante
para la
descripción de una belleza en solitario, de la belleza misma
que no
se sabe de dónde ha venido porque es cierta,
ni
engaña ni traiciona,
corretea,
se entretiene, salta a la comba y borra la rayuela,
busca
un palo y juguetea con su espada
matadragones,
sable de repetición, su daga tripulante,
múltiple
por sespiriana,
la daga
filosófica ajustada a su mano.
La mano
dice adiós desde la ventanilla del tren en marcha
(suena
un blues a todo trapo).
La mano
toca la guitarra, la manosea un poco y pulsa
cuerdas
tensas con largos dedos ágiles, también fuertes.
La mano
arroja el micro fuera de la pista,
actúa y
se tapa los ojos en un gesto teatral. No acaricia (todavía)
la piel
blanca de un extraño.
En la
canción flota lo que sea que fluye,
el río
de la vida. En medio de la canción hay un calor promiscuo que se mueve
desnudo
y no tiene sed, no suda su esperanza,
su
experiencia,
pertenece
a una palabra poderosa e impronunciable que no es
otra
palabra de amor, aunque podría ser una palabra mágica.
A veces
lleva ella un vestido de color verde, pero no espera a nadie.
A veces
se pone un vestido azul turquesa que no hace juego con sus ojos.
A veces
descalza por la arena,
más
libre. A veces el viento que modela y restaura o modifica
la
línea, el aura, el halo misterioso,
curvo,
curvilíneo, libre de su trapecio sólido elemental,
algo
vertiginoso, más que vertiginoso;
nada
fúnebre.
Oh, qué
poco funesta la aventura del amor -cuán-,
cuánta
deslealtad a la inocencia se divisa
y
advierte, como destartalada y hecha un ovillo máximo,
en algún
movimiento convulso del amor, espasmos divididos
propios
de entidades sin coraje.
Su boca
en el escaparate, en venta,
su boca
en tráfico, al mejor postor, el más ausente,
acaso el
más enamorado. ¿Qué precio por el labio tímido,
húmedo
y flagrante, por el labio que presencia la voz
y
guarda el beso?
Coronada
por un ave real, así que una paloma mensajera;
su
guirnalda
sinfónica,
melodiosa en sus términos
de
gracia, completa sobre el aire que sin permiso agita el universo.
El
verso viene a decir amor en su lenguaje,
contiene
lágrimas como cuchillos -afinado llanto-
y le sobra una letra para ser de
agua, líquido, bullicioso
para ser la corriente que brilla en
la montaña
y considera el peso de una flor.
Pues,
según la leyenda, su poema está escrito en el idioma
elástico
del fuego: solo teme a la lluvia.
El
poema renuncia a la nostalgia,
enuncia
el canto y pronto languidece, preso de sí
y de su
relevancia, su acento y su prosodia, cautivo de otra mano que no conoce
la
solemnidad del genio ni aborda la contemplación de la hermosura.
La
hermosura constante que producen sus manos rasgando una guitarra,
demostración
de fortaleza y encanto,
la nube
de algodón que perfila su frente.
Su
retrato, foto fija, resplandece muy serio con la boca adelante.
Si la
boca es de hierba
o de
laurel
y la
nariz es tierna y aletea cálida
bajo el
leve deseo de los ojos...
Ella
tendrá su canción, su balada risueña, sus canciones
de cuna
para los años perdidos, sus himnos para el día de mañana.
Y su
nota más alta latirá por debajo
de las
páginas rotas,
por
encima del cielo que respira en silencio tanto amor.
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