Estaba
emocionante. Vestía soledad
por las
rodillas y aquel aro de fuego en la nariz.
Sonreía
a los pájaros ocultos y era una delicia verla
por
escabroso que fuera su atuendo o muy difuso,
difícil
de reconocer contra la multitud
de
sombras próximas a su blanca profecía.
Estaba
en otra parte,
lejos
de su trayecto, invisible a los ojos juntos en plena noche,
dedicados
a ver una forma increíble.
Nadie
sabía de qué color cantaba su experiencia,
ópera
entre las sábanas,
canción
de cuna para los extranjeros de sí mismos,
épica
del exilio afortunado.
Su familia
que gritaba
quería
una ración considerable
y, con
bloques de tiempo, levantaba murallas
desde
las que oteaba el horizonte para escuchar el viento,
la
médula del polvo, el tuétano flexible de la hierba,
la
mínima oscilación
de las
ramas más altas sepultadas bajo líneas de canto,
alegres
partituras al servicio de una idea optimista.
Ella
vestía los cuadros del museo,
sonreía
con esa prodigiosa levedad
de la
materia noble que absorbe la conciencia del trabajo bien hecho.
A fondo
perdido, sonreían sus ojos, sin astucia;
su
vestido violaba las leyes de la física rolando en opuestas direcciones,
sus
pestañas respondían al verbo con una languidez inapropiada,
así que
fueran atormentando el aire, haciendo gala de su curvatura.
Estaba
en el diamante del espejo, brillo y soltura, y alma.
El alma
por debajo del color, el pecho arriba,
las
manos duplicadas en la carne,
eternamente
alzada, tal vez por un segundo, sobre un rimero
de
notas inestables, haciendo pie en la nada
que silba
en la matriz del universo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario