Huérfano
de orgullo, el soldado enterró su fusil
-como
si fuera un cadáver-
profundamente
en la tierra.
Luego,
recordó
al carpintero de la manos alegres,
al muchacho
que se moría como pidiendo permiso para hacerlo,
la
enfermera que casi no lloró,
la niña
que no había terminado de servir el té a su muñeca de trapo.
Se maldijo,
sin
poder evitar un ahogado suspiro de admiración
ante la
flexibilidad de la muerte, su eterna disciplina.
Al
final, no existía el infinito. Estaba de más el universo.
A una
pregunta difícil suele corresponderle una respuesta estúpida.
En una
guerra, nada es verdad, salvo la sangre.
Prósperas
naciones habían sido
minuciosamente
desensambladas,
arrojadas
al aire para probar la puntería de los últimos misiles.
Él
había apurado su cáliz de hiel hasta las heces de la supervivencia.
Lentamente,
dejó la pistola cargada en el suelo y cerró los ojos.
Imaginó
un arco iris sin rojo,
sin
piedad.
La chica
se acercó de puntillas y pronunció una lágrima antes de empuñar el arma
(el
disparo resultó conmovedor, humo y frescura),
después,
se dio la vuelta
y
parecía más bella,
más
alta,
más
justa
y más
llena de amor.
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