Al
amanecer, entra en el parque a cuatro patas
y se
yergue. A lo lejos alguien cree haber visto un perro de tamaño irresponsable,
pero
sigue mirando y ya no lo ve más.
Las
cortezas de árbol son alimento
de baja
calidad, aunque no tienen mal sabor, le saben como a leche condensada
(que no
ha probado nunca). La hierba, sin embargo, tiene un regusto agrio
a
nodriza en paro que no le satisface lo más mínimo, la hierba es solo
para
dejar sus huellas indeterminadas, para dejar un rastro que olfateen
y
registren los chuchos de paseo, los gatos salvajes, los gorriones.
Cerca
de su guarida, se fija en un cachorro que, ignorante del peligro que le acecha,
se
dedica a su oficio perruno de olisquear,
mordisquear
y hacer cabriolas de corto recorrido. Su jugueteo despreocupado
desprende
el aroma de los platos calientes de mamá.
El niño,
que ha perdido de vista a su mascota, apenas escucha el gemido
indispensable
y luego corre desesperadamente, busca con lágrimas en los ojos,
mira
detrás de los árboles, entre las zarzas, baja repechos y desciende
a
pequeños agujeros del campo, rastrea el terreno circundante
con su
pequeña astucia y su amor infantil pendiente de un hilo.
En la
espesura, el cachorro se ha muerto de miedo
(también
a causa de un profundo desgarramiento en la tierna carne de su cuello).
La
sangre mana tibia y refrescante y es un placer extraordinario
dejar
que la lengua se empape de esa vida aún latente,
ese
vigor juvenil hecho de salud embriagadora y arraigo emocional,
de
confianza en un mañana con dueño y con un plato de comida rápida,
convenientemente
sucio y apestoso, puesto a su hora en el suelo de la cocina.
Tras saciar
por un instante su voraz apetito, la bestia se hace un ovillo transparente
e inicia
el ritual del sueño sin acabar de dormirse en ningún caso.
Siempre
en guardia, un ojo suelto, un colmillo lanzado a tumba abierta,
la cola
ejerciendo su función de antena parabólica (móvil de última generación)
detectando
señales de otros mundos, las almohadillas de sus patas corredoras
transformándose
en delicados piececillos humeantes presos en sus zapatos italianos,
las
manos blancas que no ofenden, las uñas bien cortadas,
el
traje impecable de los triunfadores, un vestido de quinientos euros
o mil
dólares, un traje sin dolor, el maletín precioso en una mano y en la otra
el
oráculo económico del día. Las gafas de sol, el reloj
que
debe ser un regalo muy caro y ostentoso, el anillo de oro.
Sale
del parque a las ocho en punto de la tarde. En la distancia, alguien cree haber
visto
una
mujer de llamativa silueta, pero sigue mirando y ya no la ve más. Otro
observador,
desde
más cerca, ha vislumbrado la sombra de un ejecutivo agresivo,
pero el
niño, que sigue buscando a su perrita, ha reconocido a las primeras de cambio
en los
ojos entrecerrados del extraño personaje la mirada interior del asesino.
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