Una
vez, se equivocó de salto: se enamoró de él,
poeta
redundante, hombre de escasa fe, príncipe de los silencios.
Cuando
leyó aquellos versos distribuidos en torno
a la
rosa que hablaba del amor, sintió en el pecho una congestión rotunda,
un
perfecto latido de intensidad, un soplo seguramente tenebroso, pero firme,
relleno
de melaza, meloso y dulce como un papagayo,
una
corriente de aire retumbante, la nubada.
Como si
le hubiesen enseñado una radiografía de su propio corazón
inflamado,
esponjoso, débil con esa carga de abandono,
escayolado
hasta donde se pueda inmovilizar una víscera completa,
rediseñado
por cirujanos de otro mundo,
especialistas
en la entraña, desfibriladores expertos;
allí
que pudo ver y le fue notificada una especie de cariño saltimbanqui,
algo de
dimensiones pardas, ligero como una digestión pesada bajo el agua,
oh, el
amor indigesto de los reyes que degluten sin mesura,
el amor
fulminante de los árbitros que dirimen las cuestiones de la gloria.
Ella,
que se miraba al sol como una nube, se equivocó de boca
y dio
su beso más largo, flojeó tan sincopada, tan valiente
que las
mareas pusieron nombre a su delirio y dibujaron su rostro
en un
filón de arena del desierto, su nombre, que era corto y sigiloso, vertiginoso
era
como un rincón al viento desatado. Se confundió de cara
y al
distinguir su verdadera faz huyó deprisa por ciertas veredas,
caminos
sinuosos, para olvidarse del amor, y se tomó una copa de coñac
para
olvidar el amor y se fumó un cigarrillo de hierba para olvidar su alma.
Percibía
nocivas distracciones que habían hecho mella
en su
palabra, la nueva alteración de su estructura espiritual,
el
pararrayos que vencería al sueño definitivamente.
Escuchaba
lecciones magistrales impartidas por ingenuos sabios, ingeniosos
maestros,
catedráticos originales, todos henchidos de sabiduría,
compraba
fascículos sobre sentimentalismo, libros de autoayuda cósmica,
pero
nada conseguía apartarla de su reino delicado,
ninguna
medicina mejoraba su afectuosa fiebre, que subía
en
presencia del verso, cuando escuchaba recitar el verso en su mínima expresión
de
contenido y sonoridad y en su ruido minúsculo semejante al cascabel del gato.
Oh, y
se mesaba un poco su hermoso cabello floreado de rizos espaciales,
su
cabello sagrado, con la mente puesta en la hechicería del poema
y en la
figura sorda del poeta pequeño, del poeta menguante pero diestro,
capaz
de completar una proeza, capaz de introducir un secreto en su vida desigual.
Se
equivocó de hombre y dio en enamorarse del cantor y del canto, del libro,
de la
página rota, de una voz indeseable, de una voz tan rota como un cántaro,
tan
luminosa como la verdad, tan bella como un paisaje, de una voz inhumana
y sola
como puede estarlo el torrente, la tormenta, el huracán profundo
que arrasa
espesos bosques y levanta tejados con furia insuperable.
Ella
tan nítida y fuerte, tan amada, eligió su amor erróneo
entre
todos los besos que le ofrecía el mundo.
Nunca
se supo de nadie más feliz.
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