Rosario
hace una pausa, tiende un puente,
esboza
una razón de ser,
formula
una promesa alternativa.
Rosario
se pronuncia en la lengua del príncipe, sin palabras,
una
lengua de signos y de hogueras,
prende,
arde, vuela en una sombra de cenizas recientes,
oscurece
la vida para combatir el frío.
La piel
de un solo uso, dispuesta a una breve caricia
antes
de volver a su trabajo; las manos fuertes acostumbradas al peso,
el febril
martilleo de la máquina ciega
(fuera
de allí, un niño que dibuja el rostro alzado en labios y pestañas,
con la
idea infantil de la belleza en mente).
¡Cuántos
poetas quieren
ver a Rosario! (cierto).
Capturar
un centímetro del lienzo,
desnudar
su espacio de energía y lumbre,
conectar
con un relámpago presente en su corona.
Pero
verla. Verla a través del cielo que susurra su nombre,
abanicar
la clara monotonía que rige su perfil de luna,
exprimir
a tientas su perfumada efigie.
Rosario
ya no está. Desaparece la parte
más
prudente de sus labios, que ya no besan árboles ni convocan estrellas.
Agonizan
los reinos en su cama vacía.
El
poeta descubre la palabra compacta que desea
para
amar cuando ya es tarde y el silencio
ha censurado
la escena: ella que sale de la fábrica con las manos en los bolsos,
fatigada
y alerta como quien espera una voz amigable
y solo
escucha el torpe balanceo de su respiración.
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