domingo, 9 de mayo de 2010

alborada

Tu levedad sagrada, tu impunidad, la mía,
tu escrupulosa falta de escrúpulos al día
de mi aprensión suicida y mi sutil intento,
pueril, de dar un paso -un falso movimiento-
hacia el joven abismo que ondula tus caderas.
Tu soledad, en medio, la mía, en tus afueras,
brindando con la sangre fielmente derramada.
El minucioso exceso de tu verdad sagrada,
tu impunidad y el verbo volcado en la osadía.
(¡Atento el corazón!, que la verdad se alía
con la devastadora nostalgia, ¡más atento!
que aquí se confabula con el resentimiento
en un fiero coloquio de voces extranjeras).
Mi soledad al borde de las palabras hueras
ajena al contenido final que la degrada,
la tuya comenzando a darse por lograda,
frívolamente, acaso, de tanta poesía.
Tu levedad al cabo secreto de la mía,
tú, desaparecida -¡mira que yo lo intento!-,
yo, desesperanzado -sólo que a veces miento-
y empezando a formar parte de las esferas.
Yo que me fui al infierno para que tú no fueras
y descendí al abismo carnal de tu mirada,
ebrio de sentimiento (y, en el infierno, nada
y nada en el vacío -precipitada vía-
sino tu soledad, anónima, vacía,
quebrada en una especie de mágico contento).
Y yo desesperado, y tú, de ciento en viento,
soplándome al oído palabras lisonjeras.
No sé si estoy muriendo para que tú no mueras
o por imperativo de una muerte anunciada,
pero sé lo que pesa tu levedad sagrada,
lo que me pesa el tiempo que dura esta porfía
y sé lo que me pierdo, lo que se me extravía
en estos laberintos que surco a paso lento,
pues voy perdiendo sangre y, con la sangre, siento
que se me va el recuerdo de todas las maneras,
y veo cómo dentro de mí te desafueras
y cómo recuperas tu sombra quebrantada...
¡Qué fiero desenlace presenta mi alborada!

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